Cochino viernes

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Hoy no suena tan odioso el despertador ni duele tanto arrancarse las sábanas. La prisa y el traje incómodo molestan menos que de costumbre. Cristóbal canturrea frente al espejo mientras peina su cabello escaso y se concede el primer capricho: los viernes no hay que afeitarse. Un grano como un semáforo enciende su frente color ceniza. “Acné a los cincuenta”, murmura riendo, “ni siquiera eso me estropea el día”.

El olor a contento revolotea por la oficina. La luz de un cielo plomizo atraviesa las ventanas de una forma que podría llamarse alegre. Porque “viernes” es sinónimo de “felicidad”. Cristóbal se sienta frente a la pantalla número siete de la fila número seis y teclea con dedos ágiles una ristra de datos con pinta de no acabar nunca, la cabeza puesta en sus planes a medio esbozar para el sábado, habrá que rectificarlos, se avecina temporal, pero ¿qué más da? Los fines de semana y los festivos son flotadores que el cielo nos echa en este océano movido por una corriente de inercia. Poco importa si transcurren de excursión o en una manta haciendo zapping. Nada podría arruinar un viernes.

A las diez y diez, un cuarto de la plantilla deja sus mesas para dirigirse a la sala de juntas.

—Gracias a todos por estar aquí.

Diana se sitúa en el centro de la “u” que dibujan las mesas. “Como si hubiera otra opción”, piensa Cristóbal desde su esquina, preguntándose una vez más si el hecho de su jefa elija siempre estar de pie en las reuniones no guardará relación con su vestuario. Porque los trajes de Diana, variados en color y estilo —hoy toca un malva plagado de diminutos botones dorados—, tienen siempre la común característica de irle tan apretados que fácil es pensar que convierten el acto de doblar el cuerpo en un ejercicio de práctica imposible.

—Como ya sabrán todos, hoy les voy a presentar el proyecto BCR, que pronto formará parte de nuestras vidas…

Cristóbal desliza la punta del bolígrafo por las páginas de un cuaderno, repartiendo el espacio por igual entre números, letras y garabatos, sintiendo que el cerebro se le va derretir en cualquier momento y le va a chorrear a través de la nariz, empezando por la parte que gestiona las emociones y acabando por la que quiera que sea que se ocupe de ayudarlo a soportar el aburrimiento. ¿Cuántas veces habrá sentido la tentación de levantarse y mandarlo todo a la mierda? Sin duda, muchas. Pero, eso no, jamás un viernes.

A las seis y ni un minuto más, Cristóbal se inserta en la fila de profesionales que abandonan la oficina envueltos en una euforia chispeante, amortiguada tan solo por el cansancio. Corre hacia el coche bajo su paraguas y se relaja al volante en pleno embotellamiento. Está encendida la calefacción, en la radio suenan clásicos de los ochenta y todos sabemos qué día es hoy. No se puede pedir más. Un joven despistado —o puede que caradura, poco importa— se le mete delante sin avisar. Cristóbal reacciona a tiempo y le cede el paso mientras sigue cantando a coro con Ana Torroja. Son las siete y doce cuando llega a casa y se desploma en el sofá. Está a punto de empezar una serie que más o menos se deja ver. Pero antes de que pueda oírse la música de cabecera, el sueño ya le ha bajado los párpados.

Retumba el despertador. “Juraría que hoy es sábado”, piensa Cristóbal entreabriendo los ojos. No recuerda cuándo ni cómo se trasladó del sofá a la cama, tan profundo fue su sueño, tan brutal su agotamiento. “He debido programarlo mal, ¡qué idiota! Con lo bien que estaba durmiendo…”. Y se acurruca entre sábanas nórdicas. “No pasa nada. Así aprovecho el día. Pero antes, remolonear. ¿Qué es un sábado si no se concede uno el placer de remolonear?”

Después de un segundo sueño que califica de muy agradable, Cristóbal se levanta y, con una parsimonia de lujo, se dispone a preparar el desayuno más digno de un día de zanganeo. Podría hacer tantas cosas… Empezar aquel libro que le regaló su hermana en Navidad, escaparse a probar esas tortitas de la calle San Bernardo que se han hecho tan populares o desempolvar el equipo de trekking para tenerlo a punto cuando cambie el tiempo. Un mensaje radiofónico agita la calma: “Son las nueve del viernes, tres de marzo, ¿han hecho ya sus planes para mañana?”. Parece que el locutor se ha confundido con la fecha. Aunque, ahora que se fija, no está sonando la emisión propia del sábado. ¿Tantos estragos habrá causado el temporal, que están reponiendo el programa de ayer? Después de una mimada elaboración, Cristóbal se dispone a echar el diente a su tostada francesa cuando suena el teléfono. Preguntan, en la oficina, por qué no ha ido a trabajar.

Cristóbal vuela por la autopista. El temporal parece haber remitido un poco, el atasco de cada día ya se ha disuelto y el programa de la radio le restriega su insólita metedura de pata. “¿Cómo ha podido pasarme? Pensé que ayer era viernes…”. La luz de la oficina conserva su tinte sombrío y los datos a registrar parecen los mismos del día anterior, tan monótono se hace el trabajo. Menos mal que por fin, ahora sí, ha llegado el viernes.

—¿No vienes?

El compañero que ocupa la mesa de la izquierda le habla encorvado sobre su propia silla mientras quita la chaqueta del respaldo.

—¿Adónde?

—¿Adónde va a ser? A la reunión…

—¿Otra vez?

Cristóbal ve salir al compañero, con la espalda encorvada aún. Habrá que ir. ¿Qué tripa se le habrá roto a la jefa? Al sentarse en la sala de juntas y abrir su cuaderno de notas, decide que en efecto su cerebro debió escurrírsele en estado semilíquido nariz abajo. No encuentra ni rastro de las anotaciones del día anterior. ¿En qué momento las arrancó?

—Gracias a todos por estar aquí.

La siempre exultante Diana se alza embutida en un traje malva remachado con abundantes botoncillos dorados.

—Como ya sabrán todos, hoy les voy a presentar el proyecto BCR, que pronto formará parte de nuestras vidas…

La página del cuaderno empieza a cubrirse de un goteo denso, como si la lluvia incipiente de fuera estuviera traspasando el techo. Cristóbal intenta detenerlo secándose la frente con la manga. Se adueña de su cuerpo un frío tan penetrante como nunca antes había experimentado. O se está volviendo loco, o el día de ayer se está duplicando.

De vuelta en casa, Cristóbal se derrumba en el sofá recordando vagamente aquella película de Bill Murray donde ocurría cierto incidente con una marmota. “Tiene que ser una pesadilla”, se dice, y encogiéndose sobre un costado enciende el televisor. Pronto empezará una serie que no está del todo mal. Y mañana será otro día.

A la llamada del despertador, Cristóbal salta de la cama y corretea por la habitación con la radio pegada a la oreja. “Damos paso a la actualidad en este viernes, tres de marzo, que amenaza con fuertes lluvias”.

—¡Joder! —grita corriendo en dirección al baño.

Un escozor agudo lo persigue, como si la piel se le hubiera quedado pegada a las sábanas. Quejándose de su mísera suerte, aborda el afeitado. “¡Pero qué idiota! ¡Olvidé que hoy no tocaba!”, protesta cuando ha pasado ya la cuchilla por media cara. “No sé ni para qué me molesto en peinar estos cuatro ridículos pelos. Y, encima, sigo teniendo ese grano espantoso en mitad de la frente”.

Existe un raro componente en el aire de la oficina que tumba de sopor al primer contacto. Despojándose de la chaqueta, Cristóbal se sienta frente al ordenador y se afloja la corbata. Parece que esta mañana le sobrara hasta la camisa, adherida a la humedad que brota de su piel.

—¿Estás bien?

El compañero de la izquierda lo analiza desde su ángulo encorvado. Cristóbal asiente y deja de revolverse en la silla para empezar a teclear sin ton ni son. El corazón le retumba hasta la garganta. ¿Y si el viernes no se acaba nunca?

“¿Por qué a mí?”, se prolongan los lamentos, “Soy un hombre tranquilo y honrado. Vivo mi vida sin molestar a nadie. Separo la basura, declaro mis ganancias y no supero los treinta decibelios pasadas las diez. ¡Qué leches! No supero los treinta decibelios ni siquiera a las tres de la tarde… ¿Por qué a mí?”

—¿No vienes?

Cristóbal levanta la cabeza. Lleva más de una hora rumiando su desventura.

—¿Adónd…? Sí. Ya voy.

En su esquina de la “u” de mesas, Cristóbal aguarda la llegada de Diana en el traje malva, el que lleva tantos botones. Ni ese pequeño misterio le queda ya por disfrutar. La jefa dispara su monólogo —gracias por estar, el proyecto BCR, etc., etc.— y Cristóbal rellena las páginas de forma automática, repartiendo el espacio entre letras y números y ningún garabato esta vez. “¿Por qué un viernes?”, se pregunta, “¿Por qué no podía tocarme revivir hasta el fin de los tiempos un puñetero sábado?” Cuando termina de anotar, desliza el cuaderno en dirección a su compañero, también a la izquierda en la sala de juntas, viéndolo apresurarse en recopilar los datos con dificultad.

—Habla muy rápido, la cabrona…

Cristóbal no puede creerse que acabe de pronunciar tales palabras. Sin embargo, el compañero comparte su perplejidad solo un instante. Después, acepta el cuaderno con una risa cómplice y empieza a copiar los datos asintiendo con la cabeza. Al cabo de unos segundos, su expresión vuelve a cambiar.

—Pues bien —continúa Diana—, se estima que después de repartir beneficios entre los distintos socios inversores nos reservemos un margen del treinta por ciento, lo cual no está nada mal…

Cristóbal comprende entonces que en su cuaderno ya figura esa información. La recordaba de los dos viernes anteriores. Ha estado anotando palabras que Diana no había pronunciado aún.

—Si es que dice siempre lo mismo —murmura con una sonrisa que no le es devuelta esta vez.

A las seis y ni un minuto más, Cristóbal arrastra los pies al final de la cola de profesionales que abandonan la oficina envueltos en una euforia chispeante. Minutos más tarde, se retuerce al volante dentro del traje calado por el aguacero. En medio del atasco, un joven despistado —o más bien con la cara muy dura— se le mete delante sin avisar y Cristóbal machaca el claxon. A su derecha, una mujer escribe con pintalabios en la ventanilla de su Opel Corsa: “Tranki!!! Es viernes!!!”

Sin despojarse del traje empapado, Cristóbal enciende la tele y se acerca a la ventana del cuarto de estar, en la octava planta de un gran edificio rodeado de docenas de otros grandes edificios. Siempre va a llover. Siempre va a tener un grano en la frente. Siempre va a ver a Diana vestida de malva. Siempre van a dar el mismo capítulo de la misma serie. Siempre va a ser un cochino viernes.

Brama el despertador un día más. No importa lo dulce, o lo cantarina, o lo bailona que sea la serenata. Los oídos mañaneros se vuelven intolerantes a todo agente que les devuelva la vigilia. Y los ojos escocidos de Cristóbal se niegan a abrirse. Total, ¿para qué?

Después de un sueño extra bastante reparador, Cristóbal decide levantarse y preparar un desayuno digno de un día de zanganeo. “Son las nueve del viernes, tres de marzo, ¿han hecho ya sus planes para mañana?” La mantequilla chisporrotea en la sartén. ¿Y por qué no para hoy? Podría empezar ese libro de una bendita vez. O dejarse caer por la calle San Bernardo y probar las famosas tortitas. A punto de hincar el diente en la tostada, oye sonar el teléfono.

—Estoy enfermo —se excusa—. Hoy no podré ir a trabajar.

Tras un día de absoluto relax, Cristóbal se tumba en la cama de un salto. Esas tortitas merecen todo el revuelo que han estado causando en los últimos meses. “Mañana, repito”. Sus felices pies cansados danzan en el aire, alejados del colchón. El paseo por el muelle también ha valido la pena. Sentado frente al mar, ha tenido tiempo de leer un cuarto del libro que le regaló su hermana. Mañana habrá que ir comprándose otro. Y podría escribir ese poema que lleva tiempo perfilándose en su mente. Quizás, incluso, busque en las redes sociales a su viejo amor de juventud. La lista de planes es interminable. No le viene nada mal que todos los días sean el mismo.

En su refugio de sábanas nórdicas, Cristóbal recobrará la consciencia como saliendo de un efecto anestésico. Es tal su despreocupación, que no ha reaccionado a la llamada del despertador. Con rumbo decidido, atraviesa el cuarto de estar para llegar a la cocina. Primero, se va a preparar el desayuno más digno de un día de completa y máxima libertad, el principio de una nueva vida. Después, buscará a Cristina en Instagram y en Facebook. ¿Qué habrá sido de ella? Eran el uno para el otro, ¿qué fue lo que les pasó? Ya no hace falta la radio. Cristóbal se sabe perfectamente todo lo que va a pasar. Después de haber elaborado y con entrega degustado un delicioso croque-monsieur, cae en la cuenta de que no ha recibido ninguna llamada de la oficina preguntando por qué no iba. El mimado desayuno se le empieza a indigestar. Con la radio pegada a la oreja, no tardará en ubicarse: están emitiendo la programación del sábado.

Cada día que sucede, Cristóbal se lo pasa rezando por que le sea devuelta la suerte que apenas lo tocó unas horas. Pero el cielo le responde nada más, como a todo hijo de Dios, con la llegada del viernes y su promesa del fin de semana. Peinándose ante el espejo, tiene la impresión de haber perdido el cabello más rápido en los últimos días. El conocido grano, menguado a la mitad, se resiste a despejarle del todo la frente cenicienta.

En la oficina, Cristóbal introduce datos nuevos con el mismo olor a rancio, dentro de la atmósfera festiva que corona un viernes que, para mayor entusiasmo, se presenta soleado. Alzando la cabeza, ve docenas de crestas iguales que la suya hundidas en el tac tac desprendido por los correspondientes dedos.

Diana luce un flamante dúo de chaqueta y falda color burdeos. Los ha congregado con el fin de garantizar que el seguimiento del BCR cumple las pautas establecidas. Pero el bolígrafo de hoy pesa un quintal. Cristóbal lo suelta encima del cuaderno, se levanta de la silla y camina hacia la puerta sin pararse a retirar su chaqueta del respaldo. ¡A la mierda!

FIN

Clarisa de la Vega Gómez

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