El fantasma de la peluquera

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Al irse haciendo sus ojos a la oscuridad, comenzó a distinguir una figura en el sillón de ver la tele. Los montones de ropa y su parecido con personas sentadas habían dejado de asustarla hacía tiempo. Pero el caso era que no recordaba haber dejado ropa aquella noche en el sillón. «Estoy segura» pensó, «recogí la habitación justo antes de acostarme». Quiso deslizarse hacia los pies de la cama, con más curiosidad que miedo, así podría ver de cerca el bulto y aclarar el engaño que su mente le tendía, pero dio un grito a mitad de camino y se enterró hasta la cabeza en sábanas. Su corazón se agitó con tal violencia que le lastimaba el pecho y retumbaba en sus oídos. Desde el sillón de la tele, una mujer la observaba.

Transcurrieron dos minutos que duraron varios siglos. No fue un acto de heroísmo el que la hizo salir del refugio, fueron el aire recalentado y una sensación de repelús, el temor a que unas manos seguramente feas, retorcidas, punzantes y hasta viscosas cayeran sobre ella. Recibió con gran alivio el aire fresco de la habitación. Con mayor alivio aun, descubrió que su sillón estaba totalmente vacío, sin hendiduras ni arrugas. «No fue mi imaginación» se dijo, «había una horrible mujer ahí sentada».

Encendió la lámpara de pantalla oscura que en la mesa de noche alumbraba su teléfono móvil y una bolita de cristal con la Virgen de Fátima. Un aura rojiza incluyó dentro de su perímetro el breve camino hasta el sillón, la mesa con la tele y el armario cuyas puertas se abrieron cautelosas en la búsqueda de algún ser de otro mundo, no fuera que el fantasma quisiera en su vileza sorprenderla desde allí. Y cuando hubo mirado debajo de la cama y detrás de las cortinas, Valeria se dijo a sí misma que en esa habitación no había nadie más que ella.

Deambuló por la casa el resto de la noche, sin atreverse a levantar mucho la vista, prendiendo todas las luces, canturreando en la voz más alta que esas horas le permitían y, por primera vez en su vida, lamentó de corazón haberse quedado soltera. Decidió matar el tiempo actualizando sus catálogos de cortes y de tintes. Se propuso dar un pase de tijera a su cabello, que ya rozaba con sus puntas los hombros, y cambiarse, una vez puestos, el negro por el caoba. Pero cada vez que se acercaba al espejo, daba media vuelta espantada por la idea de que aquella aparición abominable surgiría detrás suyo con una sonrisa siniestra, dejando ver unos dientes medio podridos, puntiagudos y sangrientos.

Bajó a la peluquería tan pronto como en el barrio se anunció un remolón despertar. La empleada se inquietó al abrir la puerta y encontrarse a la jefa sentada en el lavacabezas, con cara de no haber dormido.

—¿Qué tienes, mujer?

—He visto un fantasma —confesó sin rodeos Valeria.

La joven la miró entonces con un gesto voraz.

—¿Cómo era?

—Era una mujer horrible —Valeria se levantó—, tenía un cutis como de ceniza, de un color así —señaló la carta de muestras para el cabello— y tan pegada la piel al cráneo, es que ni te lo imaginas, sin carnes por el medio…

—¿Y qué más? —las pupilas de la joven parecían las de un gato perforando la oscuridad.

—Tenía… —Valeria se tapo la boca—. Ay, no, no puedo decirlo —farfulló—. ¡Es demasiado terrible!

—¿Los ojos negros, todos enteros?

Sin destaparse la boca, la jefa negó con la cabeza.

—¿Eran rojos, como de fuego, como que soltaran luz?

A punto de llorar, la peluquera siguió negando.

Pronto llegaron las primeras clientas. Valeria consagró su jornada a trabajar sin respiro, perseguida por las pupilas suplicantes de su empleada, negando con la cabeza, «no puedo, no puedo decirlo», tratando de apartar de su mente la imagen espantosa del fantasma. Recibió a cuantas clientas se dejaron caer y cerró el local dos horas más tarde de lo acostumbrado. Llegada la noche, después de intentar en vano conciliar el sueño, se atrevió a rozar con la vista su sillón de ver la tele y percibió entre las tinieblas, una vez más, la figura de aquel huésped indeseable, su mirada inerte. Hizo acopio de valentía y se incorporó en la cama.

—¿Cómo puedes…? —se atrevió a murmurar—. ¿Cómo puedes vivir así?

—Vivir, vivir —respondió una voz hueca y ronca que llenó el ambiente con un vapor congelado—, hace mucho que no vivo.

Un deseo impetuoso de confinarse bajo las sábanas quiso poseer la voluntad de Valeria.

—¿Cómo puedes morir…? —dijo, sin embargo—, ¿cómo puedes…? ¡Diablos! ¿Cómo puedes existir, pasearte por ahí, presentarte delante de nadie con esa… —se tapó la boca con ambas manos—. ¡Dios! —masculló—. ¡Con esa maraña de pelos endemoniada!

El fantasma arrojó un suspiro contrariado.

—¿Y qué crees que estoy haciendo aquí sentada? ¿Esperar a que enciendas la tele? ¿Tú no eras peluquera?

El rostro de Valeria osciló del terror a la confusión. Un rayo de conciencia tiró de sus cejas. Con un brinco, la peluquera salió corriendo de la habitación y regresó blandiendo sus herramientas.

—Primero, voy a amputar.

Cayó enseguida un mazacote enrevesado que se fue rodando por el suelo.

—El resto nos va a llevar tiempo.

Bajo las manos expertas, la masa apelmazada se fue transformando en aquello que un día lejano había sido. Cada uno de los cabellos recuperó su lugar, además de un brillo adicional que Valeria siempre sabía procurar. Terminada la faena, la peluquera miró su obra con satisfacción y tendió un espejo al fantasma, pero el reflejo tan solo mostró su sillón de la tele vacío. Valeria se acercó entonces a la mesilla de noche para coger el teléfono móvil.

—No te molestes, tampoco voy a salir en la foto. Pero tu cara es el mejor espejo. Tendrías que habértela visto la primera vez que me encontraste aquí.

El fantasma produjo una risa entrecortada, como un sonajero de piedrecitas en la garganta.

—Mira —continuó—, pagarte no puedo, hace muchos años que no me embolso un duro.

—Es igual. Tampoco ibas a hacer nada con un duro por aquí hoy en día.

—Qué pena —dijo el espectro mirando detrás de la peluquera.

Valeria se dio la vuelta y se tapó los ojos despavorida ante la cola de clientas de ultratumba que se extendía por el dormitorio y más allá de este, con sus largas marañas de pelo amazacotado pendiendo de sus cráneos con piel de ceniza. «¡Virgen Santísima!» pensó, «¡Pues vaya un negocio!».

FIN

Clarisa de la Vega

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