Cada mañana ocupaba su roca, las manos ásperas y robustas sujetando la caña, el cubo descolorido esperando los peces. Bajo el sombrero de paja, contemplaba el maniobrar de las gaviotas, colegas desde su infancia, compañeras honradas que hacían su propio trabajo sin entrometerse. Habían sido durante años las únicas en compartir con los pescadores la rutina del estanque, navíos de envergadura sus cuerpos, los picos anaranjados arpones ganchudos abiertos en dos. Los destellos plata rebosando del cubo jamás eran reclamo para ellas. Samuel pescaba tranquilo bajo un pacto de respeto mutuo. Cerrando los ojos, imaginaba que su remanso no había cambiado con el tiempo, que seguía siendo el rincón salvaje y pacífico de hacía décadas, que cuando abriera los ojos no divisaría por las orillas hileras de casas vacacionales… hasta que el motor de alguna lancha lo obligaba a salir de su voluntario error. Había logrado acostumbrarse. Aquel seguía siendo su rincón, aquella roca su trono, aquel cubo viejo la fuente de sustento que repartía por el vecindario a cambio de dinero. Los dueños de los restaurantes surgidos con el turismo insistían en que los abasteciera, pues sacaba unas piezas excelentes. Pero Samuel se limitaba a tolerar el negocio sin participar en él.
Los veleros silenciosos eran los que menos le molestaban. Sus velas triangulares se deslizaban sobre un lienzo azul de agosto al frente de un surco tímido de aguas mediterráneas, llegando a embellecer el paisaje hasta el punto de haberles concedido espacio en alguno de los dibujos que a menudo lo entretenían en la cabaña. A veces, los tripulantes, familias cuyas caras se habían hecho conocidas, lo saludaban desde lejos agitando el brazo y Samuel les correspondía. Los que menos le gustaban eran los yates pequeños de juventud gritona, con su música galopante y sus copas en alto y sus delirios y carcajadas. “Están en su derecho”, pensaba, sin embargo, y esperaba a que se alejasen a mar abierto para seguir disfrutando de su pesca.
A varios días de que septiembre hiciera su entrada, Samuel recibió una de las peores sorpresas que habían perturbado nunca su faena. La dicha de hacerse con un espléndido mújol voló cuando la presa se desprendió cayendo en las rocas. Momentos después, una gaviota se arrojaba sobre el pez convirtiéndolo en su almuerzo. “No mordió bien”, pensó Samuel pinchando otro gusano, mirando con lástima la cola que asomaba aún de la garganta del pájaro. Un sonido festivo se acercaba por el aire. Habiendo engullido el pez, la gaviota soltó un grito y alzó su vuelo. Samuel lanzó la caña y, al levantar la vista, vio cómo un yate se aproximaba. El contorno de estos barcos solía hacerle pensar en la cabeza de un pelícano. Tumbadas sobre el “pico”, dos muchachas tomaban el sol mientras en la popa dos chicos bebían. Uno de ellos, divisando al pescador, empezó a balancear los brazos arriba y abajo. Samuel correspondió al saludo tocando el ala de su sombrero y continuó con lo suyo, esperando a que el barco se alejara con su ruido. Pero el muchacho que lo había saludado se lanzó al agua y nadó hasta la orilla.
—¿Cómo va la pesca? —gritó subiéndose a las rocas más bajas, unos metros más allá.
—No me quejo —respondió Samuel de mala gana, señalando al cubo medio lleno.
El muchacho caminó hacia él, la piel morena brillando al sol sobre el cuerpo esbelto.
—¿No te aburres, viejo?
—¿Por qué habría de aburrirme? Este es mi oficio.
Samuel percibió en el chico una mirada enferma, parecida a la que había visto en su hermano pequeño en sus últimos días de vida, mucho tiempo atrás. Los amigos, desde el yate, le hacían señas para que regresara.
—Yo voy a ser notario.
—Muy bien —respondió Samuel.
—¿Sabes lo que es eso, viejo?
Las dos muchachas se lanzaron al mar y, acercándose a la orilla, le advirtieron que se irían con o sin él. El chico miró el cubo y le dedicó una sonrisa que a Samuel se le antojó tan enferma como sus ojos. Después, saltó al agua y se reunió con los demás. La música y los gritos se fueron atenuando. “Pronto acabará el verano”, pensó Samuel, “y todos esos partirán a sus ciudades remotas, con sus libros y discotecas”.
Cuando el cubo se llenó, Samuel repartió el pescado y volvió a su casa. Sentado en un taburete con la caja de metal donde guardaba útiles varios, desmontó el carrete, lo limpió y lo engrasó. Devolvió la caja a su rincón de la estancia, una de las dos que dividían la cabaña, la que albergaba los fogones y la mesa. Tras ello, tomó una cuartilla y se sentó de nuevo. En el pasado, solía dibujar al aire libre siempre que el tiempo lo permitía. Pero aquellos turistas bobos en su afán de comprarlo todo no dejaban de molestarlo con ofertas de dinero. Aquella tarde, un yate se coló por primera vez al retratar el estanque. Samuel arrastró la punta del lápiz trazando un garabato amplio sobre el dibujo. Después, cruzó la puerta que separaba las dos estancias y se acostó a dormir.
El sol vertía un camino de luz sobre las aguas cuando Samuel ocupó su roca. La mañana se dio bien y el cubo se vio pronto coronado por la cola de un mújol y siete pejerreyes. Una nueva presa tiraba del anzuelo cuando se oyó el jolgorio creciente de algún yate. El muchacho que lo había visitado el día anterior lo miraba fijamente, con los brazos en jarra y su peculiar sonrisa. Samuel decidió que, después de sacar ese pez, cogería su cubo y se iría. Pero el chico se le adelantó.
—¿Qué haces, viejo? —jadeó trepando por las rocas.
Las mismas adolescentes que lo acompañaban el día anterior volvían a gritarle y hacerle señas desde el barco detenido. El otro muchacho deambulaba indiferente por la popa con una botella en la mano.
—Ya me iba —dijo Samuel.
—¿Cómo tan pronto?
—Se me ha dado bien la pesca.
Samuel creyó reconocer la mugre de la envidia empañando la mirada que el muchacho posó en su cubo.
—¿Quieres uno? —le ofreció.
—¿Esa porquería? No, viejo, quédatela tú.
—Escúchame, chico —dijo Samuel retirando el sombrero de su cabeza gris—. Soy un hombre razonable. No busco problemas y rara vez me buscan ellos a mí. ¿No crees que a tus amigas les gustaría un pescado? —añadió señalando a las chicas, que de nuevo nadaban hacia ellos.
—No seas ridículo, viejo. Son señoritas. Se vuelven locas por las ostras. No comen cualquier porquería. Si tuvieras ostras, tal vez me las llevaría. Pero eres demasiado simple para tener un manjar así.
Una de las muchachas intentaba sin éxito trepar por las rocas. Samuel se le acercó, le tendió la mano y tiró de ella, y lo mismo hizo para ayudar a la otra.
—¿Qué os parece? —se burló el chico—. El viejo quiere regalarnos un pez.
Las dos muchachas, con similares bikinis y cabellos largos pegados a la espalda por la humedad, sonrieron de un modo diferente al de su amigo.
—Es muy amable —dijo una.
—Claro —dijo el chico—, porque es un hombre razonable, ¿verdad que sí?
—Déjalo en paz, no seas idiota. Venga, vámonos ya.
Las chicas se despidieron de Samuel y saltaron al agua. Cuando llegaron al barco, reanudaron la marcha y el chico se apresuró a darles alcance. Antes de arrojarse al estanque, se había vuelto para mirar a Samuel.
—Gracias por los servicios —había dicho.
Samuel recogió su caña. “Pronto se marcharán”, pensó una vez más. “Son tonterías de niños, ¿a quién pueden hacer daño?”. Pero, al inclinarse a por el cubo, percibió un inconfundible olor a orina saliendo de su pescado.
Tan pronto como entró en la cabaña Samuel se dirigió al dormitorio, donde un tabique a medio alzar delimitaba el cuarto de baño. Serenamente, posó el cubo en la bañera y dejó correr el agua entre los peces. Después, se dirigió a un restaurante de lujo situado en la playa y vendió todo lo que había pescado aquel día. De nuevo en la cabaña, buscó los mejores dibujos que había hecho, representaciones del estanque en diferentes momentos del día, gaviotas, bodegones de pesca… Tardaría un par de horas en verlos todos vendidos.
En su camino al estanque, al día siguiente, el viejo pescador se detuvo para hablar con un ostricultor amigo suyo. Tenía invitadas a comer, le comentó. Sentado más tarde en su roca, echó el anzuelo y comenzó su faena, vigilando entre pesca y pesca la llegada de embarcaciones. Al ver regresar la barcaza del ostricultor, corrió al embarcadero saltando entre las rocas y compró a buen precio unas cuantas ostras con las que cubrió el pescado del cubo.
No se había equivocado. También ese día, como los otros dos, un alboroto fue anunciando la llegada del yate. El muchacho hizo una reverencia desmesurada, se tiró al agua y emergió sobre las rocas luciendo esa sonrisa que armonizaba con sus ojos enfermos. Samuel continuó pescando.
—¿Ya te comiste el pescado, viejo?
—Lo vendí todo. Al restaurante grande de la playa, el de las redes y los flotadores… Ese tan caro, seguro que lo conoces… Y ¿quién sabe? Puede que incluso…
—¡Calla, viejo!
Samuel creyó distinguir una lágrima de rabia en los ojos del crío.
—¿No vienen hoy tus amigas?
El muchacho se volvió hacia el barco. Nadie más que él lo había abandonado en esta ocasión. Girándose de nuevo, puso la vista en el cubo.
—Viejo verde… ¿Te interesan mis amigas? ¿No pensarás que con unas ostras…?
—No pienso nada —respondió Samuel, a quien la roca pareció resultarle incómoda por primera vez.
—No te preocupes, viejo, yo se las llevaré. Las tomarán con champán, a la salud del viejo chiflado.
Samuel sintió de pronto que el corazón se le apretaba. “Soy un hombre razonable”, se recordó a sí mismo.
—Piénsalo bien, muchacho. Ese cubo es mi pan, mi único medio para ganarme la vida.
—No quiero tu cubo asqueroso —dijo el chico inclinándose sobre las ostras para agarrar un puñado con las manos bien abiertas.
—Lo mismo salen amargas…
—Tan amargas como el pescado de ayer —dijo el chico caminando por el borde rocoso con su puñado de ostras entre las manos y el pecho—. Pero yo no voy a comérmelas, ¿te crees que soy tonto, viejo? Lo más seguro es que las deje en el mar. Así, nadie podrá intoxicarse con tu pesca podrida.
El muchacho volvió la cara para mirar a Samuel, sentado en su roca. El viejo observó los ojos y la sonrisa del pobre hijo del diablo y alzó su mirada al cielo. Tres gaviotas se cernían ya gritando por encima del chico cuando este tropezó y se quedó tirado en el suelo boca abajo sobre las ostras. Las gaviotas se arrojaron sobre el cuerpo tendido y comenzaron a picotearle los costados. En su revoloteo cubrían con las alas al muchacho, del que Samuel percibía ya solamente los gritos unidos a los del resto de tripulantes en el yate. Vio cómo se erguía por fin el cuerpo del chico zafándose a manotazos, la piel morena sembrada de rojo, tambaleándose hacia el mar. Le habían quedado adheridas al pecho algunas ostras que los grandes picos naranjas trataron de romper bajo el batir ensordecedor de las alas, hasta que los preciados moluscos cayeron al suelo. El muchacho se precipitó entonces al mar y Samuel contempló cómo alcanzaba el yate en un tiempo récord y sus amigos corrían a socorrerlo.
Las gaviotas siguieron picando, engullendo y gritando hasta acabar con el festín. El yate se alejó por donde había llegado. A pesar del tiempo y de los cambios, el estanque sabía preservar su equilibrio. “Pronto, muy pronto, se irán a sus ciudades. Y, entonces, yo podré seguir pescando tranquilo”.
FIN
Clarisa de la Vega

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