Julia retira despacio el vendaje. Todavía duele. Poniéndose de espaldas al espejo, se saca un selfi que contempla asqueada. Su nuca está cubierta por una viscosidad grisácea. Con sumo cuidado, comienza a limpiarla. Un segundo selfi le muestra una piel enrojecida, cruzada por cinco líneas paralelas entre las cuales se sostiene la melodía que ella misma ha compuesto y mandado tatuar. El hombre que la lea, será su verdadero amor.
El perro del vecino se ha vuelto a orinar delante del ascensor. Julia golpea la puerta con una intensidad que denota irritación.
—«Ahorísima» mismo lo limpio —dice Manuel exhibiendo, en lo alto, una sonrisa blanco de titanio dolorosamente deslumbrante y, más abajo, fuertes pectorales bajo una camiseta que pareciera haber encogido y, además, servirle como paño de limpieza.
Con una zancada, Julia sortea el charco para entrar al ascensor. Al volverse, sorprende al vecino pegándole un repaso de los tacones a la cola de caballo.
—No te hagas ilusiones. Me gustan más educados.
—Y a mí menos flacas.
—Y se dice «ahora mismísimo», si acaso…
El vecino ríe negando con la cabeza mientras se cierran las puertas del ascensor. Más vale que, por la tarde, no quede rastro de la meada.
El cabello recogido se bambolea al ritmo de los pasos largos de Julia, la nuca bien despejada, esperando a su romeo. ¿Cuándo llegará? A la cola del café, imagina que escucha de pronto una voz masculina tararear la melodía. Primero, impregnaría sus tímpanos con delicadeza. Después, se colaría gota a gota y se detendría unos instantes a jugar con sus papilas gustativas. Por último, se deslizaría a través de su garganta y provocaría un incendio en su pecho. Girándose a medias, finge buscar algo con la mirada para así poder ver a la persona que hay detrás, un hombre que quizás en otros tiempos haya sido esbelto y de buen seguro joven, y que Julia espera que no sepa cantar.
Si con algo no había contado, era con que el tatuaje ocasionara alteraciones en la programación. Pero esta mañana le llueven las preguntas. «¿Por qué te pintaste en el cuello?», «¿Qué te lo hiciste, con rotu?», «Porfa, seño, ¿me haces uno?». ¿Cómo decirles que no? A la hora del recreo, veinte criaturas corretean por el patio luciendo en la piel dinosaurios, unicornios y cohetes espaciales.
—Podrías abrir un negocio.
Rafa no tiene cara de hablar en broma.
—Solo eso me faltaba…
—¿Café?
Julia se percata entonces de que su compañero está sosteniendo un vaso en cada mano.
—Por favor, señor profesor… ¡Qué detalle! Te mereces un tatuaje.
—Me pido el de dinosaurio.
Con la risa y el vaso a medias, Rafa se apresura a socorrer a un niño de su grupo que llora tendido en el suelo. El pequeño se le aferra al pecho y Rafa lo levanta en brazos dándole palmadas de consuelo, camino de la enfermería.
—Pero qué mono…
Desde una esquina del patio, la maestra de segundo B comenta la escena.
—No sé lo que me gusta más, los ojazos color azul cándido o ese culo…
Y sus dientes rompen con un crujido la piel rosada y brillante de una manzana.
Cuando llega la visita de padres Julia se suelta el pelo, no vaya a ser que a alguno se le ocurra leerle la nuca. Pese a ello, el padre de Ian dedica diez minutos a interesarse por su hijo y otros veinte a exponer lo guapa que está la maestra y lo encantador de cierto restaurante que han abierto lo suficientemente lejos de allí. Julia lo deja hablar, acogiendo sin sonrojos las adulaciones. El padre de Ian es el más guapo de todos. Irradia seguridad y eleva temperaturas con solo sonreír. Aunque, sí, eso también, está casado con la mamá de Ian y, de todos modos, no tiene pinta de leer partituras.
El suelo se ve limpio al salir del ascensor. Menos mal… Con velas aromáticas y una copa de vino, Julia se procura un ambiente relajado en el salón-cocina de su apartamento, donde agarra su violín y se acomoda en una silla. El aire se dulcifica a medida que acoge la Serenata de Schubert. Las notas emanan del alma y, de ahí, pasan al violín para salir transformadas en pulsión sublime que se derrite antes de ser enviada de vuelta al corazón, cuyos latidos invaden a su vez el cuerpo de los pies a la cabeza, de las entrañas a los ojos y al aliento. El violín es parte de Julia, como lo son sus pulmones o su cerebro. Y Julia es parte del violín. Los dos se convierten en uno para crear melodía. La música fluye y circula como oxígeno y sangre, obedeciendo a una corriente impetuosa de emociones que se ve interrumpida por un golpeteo brusco.
—Oye, mira, que estoy en medio de una cita y el ruido ese como que me corta el rollo…
Julia cierra la puerta sin haber hallado palabras con que responder al vecino. Y justo después de cerrar, las encuentra: «¡Será gilipollas!». Por la ventana del saloncito, ve asomarse al patio de luces a la cita de Manuel. Si más guapa o más fea no sabría decirlo, mucho maquillaje y escasa la luz, pero tiene un modo de reírse que le recuerda al canto de un mirlo. El brazo de Manuel emerge entre las sombras y le rodea el cuello arrastrándola al interior. «Pobre tonta…».
Conservaba la esperanza de haber encontrado a su hombre antes de San Valentín. Sin embargo, la única carta de amor que Julia recibe ese día es la de un galán en mandilón que se ha bañado en colonia de su padre para darle a la maestra una hoja de renglones sinuosos a lápiz, con estrellitas y flores al margen.
—Vas rompiendo corazones.
Rafa sonríe desde el fondo de sus pupilas mientras le ofrece un vaso de café. Una niña se acerca a él, le pone en la mano un trozo de cartulina y se aleja corriendo.
—Parece que no soy la única, señor profesor…
No caben más corazones con flechas y purpurina alrededor de las letras desordenadas: «¿Quieres casarte conmigo?». Julia podría jurar que si Rafa sale disparado, patio a través, no es tanto con el objetivo de dar ese abrazo a su pequeña enamorada como para disimular hasta qué punto se le cae la baba. Desde su esquina del patio, la maestra de segundo B contempla la escena al mismo tiempo que fulmina una manzana a dentelladas.
Por los pasillos empapelados de murales, Julia emprende tarde su retirada en un intento de acordarse lo menos posible de que no tiene un plan romántico ni siquiera en el día de hoy. Al eco de sus pisadas, pronto se añade el de otras unos pasos por detrás.
—Bonito tatuaje.
La maestra se detiene. Esa voz le ha rozado la nuca con el mismo tacto con que lo haría una pluma.
—¿Qué significa?
Julia se da la vuelta y hunde su mirada en la profundidad cándida de los ojos de Rafa.
—Quiero decir… ¿Son notas al azar o se trata de algún fragmento en particular?
—¿De verdad, Rafa? ¿Qué demonios enseñas a tus niños?
Mirando al suelo, Julia maldice por lo bajo esperando a que llegue el ascensor. Podría estar ideando su forma de acabar el día. Aún podría conseguir que valiera la pena. Un baño caliente, Paganini de fondo… Pero la rabieta no deja sitio para más. Hasta el momento en que un silbido perfora su burbuja de autocompasión trazando en el aire la secuencia compuesta por ella misma, convertida luego en impresión de tinta y que alguien en estos momentos está leyendo sobre su nuca. Una mezcla a partes iguales de ilusión y miedo la empuja y la detiene mientras sus pies dan un giro. La está esperando, al final del mismo, una sonrisa encendida en fulguroso blanco de titanio.
Frente a frente en el ascensor, Manuel mira a Julia y ella mira de nuevo al suelo. Entre los dos, chirría un aire calado de silencio. Tan pronto como las puertas se abren, Julia dirige el paso hacia la puerta de su apartamento. Siente la mirada del vecino caer sobre su nuca mientras lucha por guiar la llave temblorosa al interior de la cerradura. Escucha de nuevo el silbido, persiguiéndola al cruzar el umbral. Después, a través de la puerta cerrada y, al final, apagándose engullido por el ruido del corazón, que le ha subido hasta los oídos tropezando por el camino con cada parte de su cuerpo que se ha topado. Sentada en su silla de tocar el violín, Julia ve cómo se enciende una ventana en el patio de luces. La silueta fornida de Manuel se recorta entre la luz. Las manos de Julia rebuscan dentro del bolso para hacerse con el teléfono. Cerrando los ojos, aguarda hasta que contestan.
—Nos vemos mañana en mi casa, señor profesor. Te voy a dar unas clases de música.
FIN
Clarisa de la Vega Gómez

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