Pequeñas venganzas

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Hace unos días, Lola me pidió que la acercara a casa y tuve que decirle que no. El maletero empezaba a oler. Seguí doblando ropa en la trastienda mientras mi socia me observaba esperando una explicación que no le di. Crecía la cola en caja y Lola tuvo que retirarse con el no a secas, porque yo no sé mentir y una madre no puede permitirse ir a la cárcel. Sobre todo, una madre viuda.

No es que anduvieran tan mal las cosas entre Fran y yo. A él lo desbordaba el trabajo, a mí la rutina y la soledad. A ambos, supongo, quebraderos de cabeza con orígenes diversos. La última vez que discutimos fue por el regalo de Jorge en su décimo cumpleaños. Yo le compré la cajita de música con la bailarina que le llevaba los ojos cada vez que pasábamos por delante del bazar. Fran prefirió verlo abrir un balón de fútbol, que permanecería quieto en la zapatera del hall desde entonces, y asegurarse de que todos sus compañeros de clase fueran testigos.

Reñíamos a veces, como tantas parejas, pero en las últimas semanas fue aquel hedor a perfume barato el que tensó el aire dejándolo acartonado, como una sábana que se ha quedado demasiado tiempo al sol. Y por las sábanas empezó todo. Jorge había vuelto a tener una mala noche, otra vez con vómitos y dolor de barriga. Cuando por fin se durmió, caí rendida yo también. No sé a qué hora llegaría Fran de la cena esa de jubilación, o de cumpleaños, pero tuvo que ser muy tarde y, a pesar de ello, el agua ya corría en la ducha cuando me despertó aquella fragancia insolente, como un personaje al que nunca hubiera querido invitar, dándome el agrio “buenos días” de un fantasma que había pasado por mi cama para imprimir su huella, una nota garabateada con sorna, “nunca volveréis a ser felices”, una sombra que yacía donde había yacido Fran y a la que, con disgusto, me acerqué para percibir mejor. De mujer, sin duda, con reducidos medios y aún más reducidas nociones de buen gusto.

Me había incorporado a medias, a la caza de algún cabello desprendido y transportado hasta allí sin querer, no tan oscuro como los nuestros, no tan largo ni rizado como los míos, ni tan corto y vigoroso como los de Fran, cuando se abrió la puerta del baño frente a los pies de la cama dejando salir una ola de vapor. Le pregunté si había hecho las paces con Jorge, no había un día en que no se pelearan. “Le traje una pizza para la cena”, contestó, y leí del silencio que vino después la conclusión derivada: “Si lo agasajo, es que lo he perdonado”. No mencioné los vómitos, ni saqué el tema de la visita al médico unos días atrás ni de las pautas en relación con la dieta del niño, que no casaban con su poco saludable ofrenda de paz. No lo hice, porque aquella presencia dulzona emanando del sitio donde la piel de mi esposo había descansado no me dejaba pensar en otra cosa.

Las quejas de Jorge tampoco lograron hacerse hueco en mi cabeza. Los cereales sin gluten sabían a rayos y su querida caja de música no aparecía por ninguna parte. Oír cómo protestaba, sentado a la mesa del comedor mientras yo regaba los potos que adornaban el aparador, me hacía pensar más en su padre. Se parecían tanto… No solo en la cara, con su nariz chata y ojos achinados. También en la forma de ser. Por eso chocaban tanto. Jorge ganó la batalla al retirarse de la mesa devolviendo al aparador la caja de cereales sin tocar, porque yo había bajado la guardia en el momento en que escuché la lavadora funcionar en el cuarto de la colada. Las sábanas estaban dentro y yo no las había metido.

Aquella mañana me refugié en la trastienda, la primera de unas cuantas veces, con la intención de entretenerme en poner orden. Conseguí apenas amontonar en una caja grande cuatro o cinco trastos obsoletos, como un viejo centro de planchado y un sistema de vigilancia que habíamos remplazado por otro más inteligente. Cuando Lola se acercó a preguntar qué me pasaba, como no sé mentir, la angustia se me escapó entre los dientes: “Fran me engaña con otra”.

—¿Cómo lo sabes?

La siempre cabal y sensata de Lola, los brazos cruzados, la mirada severa, su delgadez extrema elevándose firme, sosteniendo en la cima un moño perpetuo de bailarina.

—¿Y él? ¿También olía?

—Se duchó temprano…

—¿Y su ropa?

No recordaba haber visto la camisa que Fran había llevado a esa fiesta de homenaje a no sé quién, o despedida de soltero, o lo que quiera que fuese. Tal vez se había quedado dando vueltas en agua y espuma junto a las sábanas, y sentí la urgencia de correr a averiguarlo.

Dobrila tendía la colada en el patio cuando llegué. Le llamé la atención por no haberlo hecho antes. “La ropa húmeda coge mal olor, ¿comprendes lo que te digo?”. Nunca supe su edad. Cada vez que me dirigía a ella, no importaba lo que le dijese o preguntara, Dobrila asentía con la cabeza y sonreía, desprendiendo un brillo tan inocente desde esos ojos enormes que asomaban entre una cascada de rizos negros, que no podría haberle echado más de diecisiete años.

Mi penúltima pelea con Fran fue por Dobrila. Me hacía falta una persona que ayudara en las tareas de casa, pero él hallaba innecesario tal gasto.

—¿Vas a hacerlo tú? —le dije sabiendo que no, que incluso si aceptaba colaborar acabaría no haciéndolo—. Ni siquiera te encargas de una triste reparación, como el agua caliente, que siempre se va cuando más falta hace, o ese tablón entre la mesa y el aparador, que cualquier día nos va a dar un disgusto…

—¡Ya estás exagerando! La tabla solo se suelta por el rincón del comedor. Para hacer que se levante hay que pisar ahí, justo ahí, en la esquina más alejada donde, mira tú por dónde, nunca pisa nadie. Es que con tal de discutir…

Fran jamás colaboraba. La casa era vieja cuando la compramos. Prometió reparar lo que hiciera falta, pero jamás le llegaba el momento de remangarse. Nunca habría llevado a cabo esas reparaciones, como tampoco habría puesto una lavadora de no ser porque escondía algo turbio que se había ido por las cañerías. Pero la camisa formaba parte aún del montón de la ropa sucia. Aspiré fuerte del cuello, no sin antes sugerirme a mí misma que, si el evento celebrado había sido una despedida de soltero, alguna fresca podría habérsele pegado y nada más. Seguí rastreando los hombros, el pecho, la espalda, sin encontrar ningún perfume aparte de sudor y tabaco. Me dije “¡Qué estúpida eres!” y decidí que el perfume en cuestión no había sido otra cosa más que los restos de un sueño flotando en la superficie del subconsciente. Pensé también que tal vez mi marido estuviera empezando a colaborar, después de todo, que mejor invertía mis esfuerzos en investigar por qué Dobrila dejaba con frecuencia la casa a medio hacer, y se cruzó por mi cabeza la idea de rescatar el sistema de vigilancia desechado en la tienda para averiguar si mi asistenta dedicaba su tiempo a limpiar o a tomarme el pelo porque, que yo supiera, hablar español y limpiar una casa no eran dos habilidades que precisaran la una de la otra.

Llegó el día en el que Lola volvió a pedirme que la llevara a su casa.

—Yo no te molestaría —dijo siguiéndome al coche— si no te cogiera de paso.

—No puedo llevarte.

—¿Es que no vas a casa?

—Sí, sí… Voy a casa.

—¿Y no te funciona el coche?

—Sí, Lola, sí que funciona.

Cualquiera que pasara cerca habría pensado que debajo del Megane se encontraba un animal en descomposición. Dentro, el hedor superaba los límites de lo soportable.

—¿Por qué no quieres llevarme?

—No es que no quiera, Lola. No puedo.

Me quedé junto al coche esperando a que se alejara antes de abrir la puerta y dejar escapar esa clara señal de putrefacción.

—Tienes un coche, vas a tu casa y ¿no puedes llevarme? ¿Te ríes de mí?

—Vete, por favor.

—No pienso marcharme. Quiero saber qué coño pasa.

—El coche apesta, ¿contenta?

—Ya será menos. ¿A qué apesta? Dime, anda…

—Mierda, Lola, ¿para qué quieres saberlo?

—¡A qué apesta, te digo!

—¡Sube! —grité abriendo la puerta—. ¡Rápido!

Discurrimos entre el tráfico unos cinco minutos, callados y densos, infectados de la respuesta que no hizo falta pronunciar.

—¿Quién es? —preguntó Lola cubriéndose con las manos la mitad inferior de la cara, desde la nariz hasta la barbilla, sin dejar de mirar hacia delante.

Traté de responder. Quise contarle cómo había ocurrido, empezando por aquel día en que me tuve que ir temprano del trabajo, ella tenía que acordarse, me llamaron del colegio porque el niño había estado vomitando, yo llevaba un día horrible, el dolor de barriga de Jorge no nos había dejado dormir, el agua caliente había vuelto a fallar y una clienta muy pesada me había hecho sacar todas las tallas de todos los trajes de primavera para no comprarse ninguno. Quise decirle también que íbamos llegando a casa, Jorge y yo, cuando vimos a Fran salir por la puerta, que lo llamé dos veces pero no me oyó, que Jorge me pidió que no siguiera llamándolo y que yo no pude sino comprenderlo porque, en los últimos días, Fran no había parado de repetirle lo decepcionante que había sido la nota del último examen de matemáticas.

Aquel día, cuando entramos, Dobrila ya no estaba. La limpieza dejaba mucho que desear. El hecho de que Fran se hubiera acercado por allí no me sorprendió, algo se le olvidaría y habría vuelto a buscarlo. Pero cuando me disponía a acostar a Jorge en el sofá, frente a la tele, una fragancia ya conocida me perforó los sentidos de forma impecable y rápida, mostrándome los ecos de una presencia femenina, vulgar, que había estado revolcándose en mi salón y, como pude notar más tarde, también en mi cama. Y, aparte de mí, la única mujer que había estado en casa no era otra que Dobrila.

Quise explicarle a Lola cómo discutí con Fran a causa de aquel perfume cuya esencia parecía percibir yo sola, puesto que él me negaba que existiera olor alguno y me acusaba de paranoica. Cómo abrí la caja de trastos en la tienda, me llevé aquel sistema de vigilancia y me las ingenié para instalarlo, camuflando la cámara en un neceser mío que solía dejar sobre la cómoda, apuntándola al sitio donde tenía la certeza de que las formas juveniles de Dobrila se habían estado contoneando acicaladas chabacanamente para la ocasión, y lo hice sin miedo a que semejante haragana se tropezase con el ojo indiscreto en el transcurso irregular de sus labores. Todo eso intenté narrar mientras conducía, pero mis palabras salían en pedazos mezclándose con llanto acumulado. Quise explicar que no había encontrado valor para deshacerme del cuerpo. Que cada día cogía el coche con la intención de sacarlo del maletero y tirarlo en algún lugar apartado, antes o después del trabajo, pero que el pánico a ser descubierta me obligaba a llevarlo conmigo de regreso a casa, una y otra vez. Que Jorge, mi niño, lo había presenciado todo, pobrecito mío, que no había reaccionado aún pero cuando lo hiciese iba a ser muy, pero que muy gordo. Que había sido un accidente, un fatal y estúpido accidente que, a pesar de haber quedado grabado, no se distinguía nada claro como tal y que no tenía ni puta idea de lo que iba a hacer. Y, entonces, cuando detuve el coche y le pedí que condujera, Lola me dijo en un tono sereno que me iba a llevar a casa y que iba a ocuparse de todo.

En mi vida no encontraré palabras ni medios con que agradecer tan inmenso gesto de amistad. Regresó por la noche, con el coche vacío y limpio, sin el rastro más liviano de olor a muerto. Me pidió que la invitara a tomar algo, no le hizo falta advertirme que no se refería a un café, de manera que saqué una botella de ron y serví dos copas. Jorge deambulaba entre el salón y el comedor, mostrándole a “tía Lola” su cajita de música, cómo giraba la bailarina, lo delicada que era, las notas sutiles y al mismo tiempo alegres que surgían con solo abrirla… “Se me había perdido”, repetía entusiasmado, “pero mamá la encontró”. Mi niño pequeño, si él llegara a enterarse…

Supe al terminar mi copa que, si en aquel momento prefería ignorar el paradero del cadáver, habría de ser así para siempre. En cambio, los ojos de Lola seguían pidiéndome respuestas.

—Es tarde —le dije a Jorge—. Hay que acostarse, cariño.

Las primeras grabaciones que obtuve del sistema de vigilancia me habían servido para orientar el rumbo de mis sospechas. Comprobé que sí, que Fran se pasaba por casa de vez en cuando en mitad de la mañana y que entraba en el dormitorio. Si Dobrila estaba limpiándolo, le decía unas palabras que yo no podía oír mientras ella miraba y asentía. Después de eso, Fran le cogía la mano y la sacaba del cuarto, adonde luego volvía con un frasquito de perfume que rociaba por toda la cama.

Que mi esposo se tomara tantas molestias para darme celos fue algo que me hizo pensar. Sentí lástima por él, llegar a medios tan penosos para llamar mi atención… Deseé saber más, así que trasladé al salón el equipo de vigilancia, oculto el objetivo entre un montón de DVD que nadie ponía desde hacía años. Fue de este modo como entendí por qué Dobrila dejaba a menudo sus tareas sin acabar. Cada vez que Fran se pasaba por casa, después de hablar con ella, le entregaba sus pertenencias apresuradamente, zapatos, chaqueta, bolso, la empujaba hasta el hally le abría la puerta para que se fuera. Una vez a sus anchas, recogía los útiles de limpieza abandonados por la asistenta, entraba al comedor y salía con el perfume en la mano, pulverizaba sobre el sofá y enfilaba el pasillo, camino del dormitorio, claramente con la intención de perfumar las sábanas.

Registré el comedor a fondo, pues no había duda de que era allí donde Fran escondía el perfume. ¿Negaría su existencia si le ponía delante el frasco? Sin embargo, aun habiendo desmontado cada cajón y objeto decorativo, no fui capaz de encontrarlo, y esto fue lo que me llevó a trasladar nuevamente la cámara, disimulada esta vez entre los potos, cuyas hojas se desparramaban encima del aparador. Comprendí así por qué mi marido nunca se ponía a reparar aquel maldito tablón.

Ante los ojos de Lola, imité el procedimiento que había visto ejecutar a Fran, ejerciendo con las manos una leve presión sobre el extremo de la tabla que coincidía con la esquina del comedor, haciendo que el otro extremo se levantara unos cinco centímetros. Nada nuevo hasta ese punto, todos sabíamos en casa de la inconveniente tabla bailona, la que se cruzaba entre el aparador y la mesa y que solo se levantaba si se pisaba en la esquina. Pero, entonces, igual que hizo Fran, tiré hacia el exterior por la parte que se alzaba, dejando al descubierto un hueco por el otro extremo. Era allí donde se escondía el perfume y, además, para mi sorpresa, la caja de música desaparecida junto con un tercer objeto. Y es que, después de rociar el sofá y la cama con la famosa fragancia hortera, el padre de mi hijo cogía del aparador los cereales sin gluten, los ponía sobre la mesa y sacudía dentro un frasco sin etiquetar.

—En pequeñas dosis no resulta letal —le dije a Lola, mostrándole un papel cubierto de números decimales y abreviaciones—. Aunque provoca vómitos y dolor de barriga severo.

La inquietud en los ojos de Lola se iba extinguiendo, sus facciones se abandonaron al peso del cansancio, su osamenta se fue liberando de toda rigidez. Mi socia y amiga se sirvió una segunda copa y me ofreció a mí otra que rechacé mientras reanudaba mi historia.

Supongo que Dobrila terminó cansándose de tan absurda situación. El mismo día en que obtuve los resultados del laboratorio, me encontré una nota suya en la que se despedía de la forma más explícita y cortés que su español le permitía: “Adiós, señora”.

La última noche, con mayor afán que en las anteriores, fingí que no ocurría nada fuera de lo normal. Dejé en el horno una pieza de ternera y me metí en la ducha. Había llevado una maleta al coche, no demasiado grande, lo justo para disponer de la ropa más necesaria y, claro está, la cajita de música de Jorge. No sé si me dolía más el alma o la cabeza de tanto buscar justificaciones al comportamiento de Fran. El agua caliente me ayudó a liberarme un poco de ambos males hasta que perdió su lado amigable para convertirse en un manto helado. Y aquel baño de agua punzante y hostil vino, sin embargo, a iluminarme con un rayo de entendimiento.

Sin cerrar el grifo, caminé sigilosa y mojada pasillo adelante, envuelta en un albornoz que no estoy segura de que fuera mío. La escena que había esbozado en mi mente fue ganando forma con el ruido de una potente caída de agua, procedente de la cocina. No contaba con Jorge, apoyado en la pared, con las manos detrás de la espalda, observando cómo su padre se cernía sobre el fregadero para contemplar el chorro humeante mientras reía en voz baja. El niño dirigió hacia mí sus ojos achinados, expectantes, y me puse un dedo en los labios indicándole que callara. Una rabia que hasta entonces no conocía me alumbró el camino hasta el garaje, donde grité sin ser oída, abrí el Megane, después la maleta, saqué la caja de música y la llevé conmigo de vuelta.

Cuando Fran se sentó a la mesa, Jorge jugaba feliz con su cajita entre las manos. De dónde la había sacado, le preguntó, y el niño dijo la verdad: “Me la ha dado mamá”. Comencé a trinchar la carne sin que me temblara el pulso, la rabia me otorgaba una fuerza que nunca antes había sabido que poseía. Fran empezó a acusar a Jorge de mentiroso y aquel coraje, que me volvía de pronto tan poderosa, me arañó la lengua: “Dice la verdad, yo encontré la caja”. El rumbo de las acusaciones giró entonces hacia a mí ya que, según Fran, yo siempre estaba tapando y disculpando las malas conductas del niño. Pero yo no di pie a discusión alguna. Me bastó con apartar las hojas de poto que disfrazaban la cámara.

La crispación trepaba hacia un nivel que amenazaba con escaparse de control. Fui consciente de que, empujada por mis emociones, estaba cometiendo una torpeza detrás de otra. No era así como había planeado la huída. Pedí al niño que dejara la caja en el aparador y él, pobrecito mío, no solo dejó la caja sino que corrió hasta la zapatera del hally estrenó, después de varias semanas, el balón que su padre le había regalado. Todo por complacerlo, por dar fin a ese momento tan desdichado. Seguí trinchando la carne sin titubeos, a pesar de que sentía la mirada de Fran pesando sobre mí.

—Ahora no, pequeño —le dije a Jorge—, este no es lugar para jugar al balón.

—No pasa nada, ¿verdad? —Fran me miraba de un modo en el que reconocí al hombre tierno que una vez me había enamorado—. Son solo pequeñas venganzas, un desahogo, porque algo tenía que hacer para desquitarme, ¿no crees? ¿Verdad que lo entiendes? ¿No lo haces tú también, a tu manera?

—¿Vengarte de qué, Fran? ¿Qué te hemos hecho nosotros?

Jorge botaba el balón cada vez con más fuerza, solo por contentar a su padre, pero lo único que conseguía era ponernos más nerviosos.

—¿Vengarme de qué? —Fran había cogido la caja de música y la agitaba en lo alto mientras iba hacia la mesa—. ¡Vengarme de qué! —gritaba, la cara encendida, las venas a punto de explotar—, ¿todavía me lo preguntas? —la bailarina cabeza abajo, la tapa colgando, la melodía esparcida alrededor de sus palabras.

En ese momento, el balón dio un golpe tremendo contra el suelo, justo en la esquina más alejada, donde nunca pisaba nadie, sobre la tabla bailona, que se elevó lo suficiente para hacer tropezar a Fran.

No sé cómo Jorgito consigue seguir amando su caja de música. Verdaderamente, le apasiona. La melodía sonó hasta consumirse mientras el cadáver de Fran yacía boca abajo, colgando de la mesa en un río de sangre, el cuello atravesado por el cuchillo de trinchar la carne. Y, aun así, mi niño sigue hallando en esa caja su amparo y regocijo. El día en que reaccione va a ser pero que muy gordo. Y, cuando llegue ese día, estaré junto a él para consolarlo.

FIN

Clarisa de la Vega Gómez

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