Los dedos de Inocencio recorren las últimas líneas. Sus labios murmuran palabras que clausuran la ficción. El punto final toma forma de grito.
—¡No!
Una pila de platos sucios tiembla respondiendo a un golpe de puño en la mesa. El pellejo que cuelga de la cara de Inocencio comienza a retorcerse al ser amasado entre sus dedos hábiles de pianista.
—No estoy para nada de acuerdo. A ver, ¿por qué? ¿Por qué acaba Chusín de esta manera? ¿Porque usted lo diga?
El dedo de Inocencio recibe ahora el encargo de caer a plomo sobre la foto de un hombre en la solapa del libro, con cabello cano y nariz aguileña similares ambos a los suyos pero que, a diferencia de él, arroja una expresión de paz que Inocencio no está dispuesto a tolerar.
—Que se ha creído usted que va a quedarse ahí tan fresco —dice poniéndose una americana de color mostaza.
Si por algo se había propuesto terminarEl guardián de las rosquillas aquella tarde era porque el autor, Julián Benítez, la iba a presentar en un programa radiofónico y se admitía la entrada de público. En caso de no quedar satisfecho con alguna circunstancia o dirección del hilo narrativo, tendría la oportunidad de discutirla.
—¿Le conozco, señor?
Una joven en traje azul marino, encargada de controlar el acceso, entorna los ojos persiguiendo conexiones entre la cara de Inocencio y algún recuerdo estancado en los túneles de su memoria. Inocencio yergue el esqueleto en toda su larga estatura y deletrea con la mirada una frase: “Podría barrer tu cuerpo minúsculo con un soplido de los flojos”.
—No lo creo —responde, y comienza a descender por el pasillo de butacas.
Bienvenida y agradecimientos abren el diálogo en el escenario. Antebrazos apoyados en la mesa, dedos entrelazados, el escritor deleita oídos a petición de Ilda Martínez, locutora con timbre maduro y acolchado de palcos y tapicerías rojas. La joven de la entrada continúa escudriñando el rostro de Inocencio que, por su parte, se mantiene alerta esperando el momento adecuado para su intervención. Mientras, otros alrededor suyo se regocijan con el permiso otorgado al interior del estudio cuyas paredes han visto gestarse El guardián de las rosquillas. Cuántas dificultades se encontró el autor, en qué elementos del pasado y del presente halló su inspiración o qué resolvía hacer cuando esta le faltaba eran asuntos que a Inocencio, sin embargo, le traían sin el menor cuidado.
—Personalmente, les diré que estoy rabiando —la voz madurada de Ilda se estira unos instantes— por saber qué derroteros azarosos se llevarán a Chusín en la próxima novela, que será la última pieza de la trilogía, ¿no es así, Julián?
Un murmullo surgido del centro del teatro corta la respuesta al momento de empezar. Cierto espectador se ha puesto en pie y parece estar hablando.
—¡Señor! —media sonrisa postiza tuerce la boca de la azafata—. ¡Todavía no han abierto el turno de preguntas!
—¡No, no! —le aclara Inocencio—. Es que no quiero preguntar nada. Es que yo ya sé qué va a pasar en el próximo libro.
Crece el murmullo alrededor de Inocencio con la misma rapidez con que se decolora la piel de la azafata que, cerrando los ojos, gesticula unas palabras: “¡Mierda! ¡Ya me acuerdo de él!”.
—Señor —balbucea—, haga el favor de abandonar el teatro.
Entre confuso y divertido, Julián Benítezapoya en la mesa los codos contemplando cómo un hombre articula palabras que él no llega a discernir, pero que los oídos circundantes transforman en revuelo.
—¡Por Dios! —resuelve—. ¡Que alguien le dé un micrófono a ese hombre!
La azafata se lleva las manos a la cabeza y corre en busca del personal de seguridad. Cuando regresa seguida de un guardia al que Inocencio saca dos cabezas, un muchacho trajeado con el mismo azul que ella está tendiendo ya un micrófono.
La voz de la locutora despide un tono artificiosamente humorístico.
—¿Querría el caballero hacernos partícipes del motivo de tan inesperada agitación?
—Sí —Inocencio carraspea—. Buenas tardes. Decía que yo ya sé cómo va a seguir la última parte de la trilogía.
—Supondremos, entonces —continúa Ilda, manteniendo a flote su clave de humor— que usted y Julián…
—No tengo el gusto —desvela este—, pero cómo sigue la trilogía no lo sé ni yo —explosión de risas por todo el teatro— y, aunque lo supiera, tampoco acostumbro a compartir ese género de intimidades.
Inocencio se pliega de hombros.
—Vale —dice descolgando las comisuras de los labios—, pero yo ya sé que Chusín va a tener que volver a Birmingham.
—Perdóneme usted —el tono humorístico de Ilda emprende un suave declive—. ¿Será que me he saltado alguna página? Porque, que yo recuerde y sin ánimo de andar destripando…
—Sí, sí, es que Chusín, en el último capítulo…
—¡Oiga! —el tono se despoja aquí de todo resto de humor—, le advierto que…
—No, pero sí, porque Chusín visitó al final la ciudad de Birmingham. Fue allí donde conoció a Pauline, la camarera del Night Pie, por eso…
—No sé qué novela se habrá leído usted pero, desde luego, no ha sido El guardián de las rosquillas. ¡Sonido! —mueve los dedos a modo de tijeras—. Suficiente.
—¡Que sí, que sí! Terminé la novela hará un par de horas. Lo que pasa que no estoy de acuerdo con el final. Opino que no acaba como dice este señor.
Una nueva explosión de risas, más estrepitosa que la anterior, se desparrama desde las butacas. Inocencio entrega el micrófono a la persona que ocupa el asiento delante del suyo y esta, a su vez, a la de delante. Y así continúa viajando el micrófono hasta llegar a un hombre que aguarda con el brazo en alto.
—Encuentro su parecer de lo más interesante —dice— y quisiera saber qué opinión le merece a usted, en este sentido, un libro de los que narran hechos históricos. ¿Dudaría también del final de un libro de tales características? Gracias.
Frente al estupor que enmudece a locutora, escritor, guardia y azafatos, el micrófono regresa a las manos de Inocencio del mismo modo en que las abandonó.
—Muy buena pregunta. Le responderé con mucho gusto. Tratándose de historia, podría cuestionar solamente aquellas narraciones que no se manifiesten fieles a nuestro pasado, puesto que aquello que ocurrió es indiscutiblemente verdadero.
—Pero usted no estaba allí —la anciana de la butaca contigua por la derecha se ha puesto de pie y tira de la manga de la americana mostaza para acerarse el micrófono—. Digo yo, en las Guerras Púnicas, en el descubrimiento de América… ¿Cómo puede estar seguro de lo que pasó? Usted no lo vio.
—¡Por favor! —una risa quebradiza secciona la voz de Ilda—. Esto es inaudito. ¡Sáquenlo de aquí!
—No, no, ¡esperen! —Inocencio se aferra al micrófono viendo acercarse al primer guardia junto con otro de refuerzo—. ¡Tenemos que aclararlo! —continúa mientras lo levantan, cada uno por un brazo—. No se termina así, porque no es un libro de historia y entonces —la azafata consigue arrancarle el micrófono de las manos—, ¿por qué tiene que acabar así? —continúa gritando al tiempo que se aleja entre aplausos y teléfonos móviles que graban la escena—, ¿porque lo diga él? —se cuela por el micrófono la instrucción de la azafata: “Y esta vez, que no vuelva más”—. ¡No estoy para nada de acuerdo! ¡Para nada!
Apoyando la barbilla entre las manos, Julián Benítez exhala una risa diferente a la de Ilda, cuya voz fluye ahora en un chorro de puro alivio.
—Y, después de este pasaje con clima surrealista, vamos a retomar lo que de verdad nos ha traído aquí. Mis disculpas, Julián…
—Nada que disculpar. Con esto se puede hacer un relato breve, por lo menos.
Sentado en un banco del parque, Inocencio sigue farfullando cuando llama su atención, al otro lado de la carretera, un salón de masajes. “Justo lo que necesito”, piensa dirigiéndose al lugar, donde una joven recepcionista en conjunto blanco le regala la primera noticia buena del día: hay un hueco para él.
Boca abajo y con las nalgas cubiertas por una toalla, Inocencio se entrega a la atmósfera calmante producida por la alianza de luces tenues, hilo musical y aromas curativos. Los pasos volátiles de la masajista preceden a la sensación cálida que provocan sus manos untando aceite por la espalda de Inocencio. El maratón de lectura le ha costado en los últimos días unas cuantas horas de sueño. Dejándolo a cargo de caricias lentas, el mundo se va disipando.
¡Qué incómodos susurros vienen para arrancar al pobre Inocencio de su letargo placentero!
—Señor, se ha quedado dormido. Le espero fuera.
El edén de luces y música y aromas y calor envolvente se queda atrás a medida que Inocencio abandona la cabina y resurge desde el fondo del pasillo hasta la entrada del local.
—¿Cómo se encuentra? —sonríe la joven de recepción sin obtener un gesto a cambio—. Son ochenta euros, caballero.
La cara de Inocencio, cruzada por líneas de sábana, permanece inmóvil. Su mirada teñida de rojo se asoma entre los párpados inflamados.
—Señor, son ochenta, si tiene la bondad…
—Ya. Bueno. Pero, mire usted, es que…
No era su propósito el de explicarle que se marchaba peor de lo que había entrado.
—Me dormí.
—Me lo han comentado —ríe ella.
—Pues eso. Que entonces, como me dormí, el masaje duró menos de una hora. Está bien claro.
La sonrisa de la joven queda desarticulada.
—Calculo yo —sigue Inocencio— que despierto, con entera lucidez, debí de estar unos diez minutos. Otros dos o tres cogiendo el sueño, póngale quince, en total. Del resto ni me enteré y, por lo tanto, corresponde que me lo descuenten, porque no tengo consciencia de haber recibido la mayor parte del masaje.
—Pero, señor, el masaje se ha llevado a cabo hasta el final…
—Porque usted lo diga. Eso yo no puedo saberlo. Y, además, me da igual. El caso es que ni me enteré, así que debe usted aplicar el descuento proporcional. No estoy pidiendo un imposible, solamente lo que es justo. De modo que, señorita, hágame usted el favor…
FIN
Clarisa de la Vega

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