Potaje a medida

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La oferta de la pizarra no es muy variada y, siendo del todo franco, los nombres de los pocos platos que sirven se pasan de originales. Pero el clima justifica la entrada. Silencio y sombra constituyen alimento suficiente para el ánimo caído y la jaqueca.

—¿Han abierto ya la cocina? —pregunta Germán por encima de sus lentes para la presbicia.

—Nuestra cocina siempre está abierta —contesta un muchacho en delantal.

Germán se ajusta las gafas empujándolas por el centro.

—Tomaré… el “potaje a medida”. Que sea de berros.

El muchacho saca un metro de carpintero del bolsillo de su delantal, lo extiende y lo aproxima al cliente. Primero en posición horizontal, abarcando el trecho corto que separa sus hombros; después en vertical, partiendo de la coronilla pelada y llegándole hasta el coxis.

—No, señor. Usted no necesita un potaje de berros, sino de acelgas. Y, así, a ojo…

El metro se acerca al segmento, prolongado al frente bajo la mesa, que separa el coxis de los talones.

—Efectivamente —declara el chico—. De acelgas con zanahoria.

Dicho esto, el camarero pliega la herramienta, la devuelve a su bolsillo y toma nota en un cuaderno. Para cuando Germán consigue articular una objeción, el joven se ha esfumado a través del pasillo umbrío que va a la cocina. “Pues tendrá que ser de acelgas con zanahoria”, piensa. “Da igual, con el día que llevo lo único que me faltaba era ponerme a reñir con un mocoso”.

No transcurren ni dos minutos antes de que el muchacho le sirva un plato cuyo aroma fustiga las tripas hasta la impaciencia. “Muy rápido llega”, se dice Germán hundiendo la cuchara, “me da a mí que cocinaron en exceso y tendrán que despacharlo; así y todo, mal semblante no se le ve”.

La primera cucharada se desliza gaznate adentro reanimando gratamente los huesos. Apenas celebran las tripas su llegada, ya empiezan a pedir más. La segunda cucharada inyecta una corriente de vigor que aligera el pensamiento. Cuanto más come Germán, más aliviado se siente, menos le pesa la vida. La tasca gana color. Azulejo, madera y piedra lo transportan al patio de su niñez en verano, a las vasijas de barro y al agua corriendo en la fuente, a la dicha de pescado frito y geranios, a la bendición sonora del mimbre rasgado.

—¿Ha quedado satisfecho? —pregunta el camarero.

—Me siento de maravilla. Lo único la cabeza, que no se me quita el dolor. Ni espero que se me quite. Llevo años padeciéndolo.

—Ay, vaya… Es que yo mido nada más el ánimo. Pero hay un tipo que vende almohadas muy cerca de aquí. Tal vez le pueda ayudar.

“No creo yo que una almohada… Ni pienso yo que un potaje…”. Pero el mundo que aguarda a la salida de la tasca se ve distinto al que quedó a la puerta antes de entrar. Parece que hubieran remplazado las calles por otras con aceras más lustrosas y balcones más floreados, con fachadas barnizadas por un sol menos impertinente y un aire delicioso de acelgas con zanahoria. Una joven con uniforme policial se detiene junto a Germán y se presiona los oídos.

—¿Se encuentra mal, señorita?

—Se está perpetrando un crimen. Dos calles más abajo.

—¿Qué tipo de crimen? —se inquieta él.

—Por el modo en que me pitan los oídos… Diría que es un robo a mano armada.

—¿Por cómo le pitan los oídos?

—Y por la intensidad, deduzco que se trata de una joyería.

Germán jadea persiguiendo las zancadas ágiles de la agente. Cierto es que dos calles más abajo se ubica un comercio de joyas. Que lo estén robando ya será otro cantar. No pudiendo seguirla ya más con las piernas, se detiene a recobrar aliento y continúa siguiéndola con unos ojos que van desprendiéndose de la incredulidad para llenarse del brillo atónito que siempre se muere al terminar la infancia. Un fugitivo con mochila embiste y derriba el cuerpo de la policía. Un forcejeo, sirena y luces, unas esposas…

—¡Qué cosas tan sorprendentes me están ocurriendo hoy! —habla Germán para sí—. ¡Tendré que ir a ver si en esa tienda de almohadas me aguarda alguna más!

Las paredes forradas con almohadas en mosaico absorben el golpeteo de nudillos contra el mostrador, al igual que han hecho con el “buenas tardes” y los cuatro “porfavores” de Germán. Enganchado a una escalera deslizante por tres extremidades fuertes, el comerciante usa el brazo libre para ir sacando almohadas reunidas en un haz estrangulado bajo el otro brazo y metiéndolas en sus celdas. Germán se percata al rato de un sistema de campanas con cadenitas entrelazadas que recorre la tienda desde abajo hasta arriba. Tirando del extremo que cuelga sobre el mostrador, activa el recorrido haciéndolas sonar una tras otra hasta provocar el efecto último, la bajada del vendedor.

—Quisiera…

—¿Es para usted?

—Sí, resulta que…

Una mano robusta se planta en la calva de Germán.

—Ajá. Ya veo. Migrañas cervicales.

—¿Cervicales?

—Cervicales.

Los ojos de Germán acogen de nuevo ese brillo inocente y maravillado.

—La verdad, no me extraña. Cojo malas posturas en el trabajo.

—Típico. ¿A qué se dedica?

—Construyo puentes.

—Entonces sufrirá también de lumbalgia, seguro.

—¡Qué va! Solo migraña porque, verá usted, yo construyo puentes al entendimiento. En mi profesión es imperativo bajar la cabeza y encoger el cuello, ya que las vías de la comunicación son finas y a menudo frágiles. Hay que observarlas muy de cerca y manejarlas con diminutas herramientas de precisión.

—Puentes al entendimiento, ¡qué gran oficio el suyo!

—Supongo que sí. Pero es agotador. Moldear los desvíos que evitan el conflicto, ajustar el canal de recepción para aclarar intenciones y prevenir malentendidos, instalar microamortiguadores que quiten hierro a lo negativo, transmisores de emociones que despierten la empatía, filtros que atrapen roces insignificantes que, curiosamente, pueden hacer sombra a lo esencial…

Las palabras que Germán emite van flotando desde sus labios para ingresar en sus oídos, reavivando el centelleo fascinado en sus ojos.

—Lo dicho, caballero. Un gran oficio el suyo.

—Pues, oiga… Sí que lo es.

Las calles lustrosas y barnizadas de sol abrazan el nacimiento de un nuevo Germán, que contempla el mundo con ojos de niño y con la boca abierta. Ya no alberga el poso de una duda: esa almohada que acaba de comprar y que carga bajo el brazo lo va a liberar del dolor de cabeza. “Construyo puentes al entendimiento”, se repite mientras camina, “¡Puentes al entendimiento!”.

Tan pronto como llega a casa, Germán se tumba en el sofá y acomoda la nuca sobre la almohada. El dolor desaparece en un instante, llevándose el último resquicio de malestar, dotándolo con la ligereza del alivio más liberador. Su mujer se deja caer en un sillón.

—Menudo día llevo —protesta—. Acaba de marcharse la última clienta. Quería mangas de farol en su vestido y yo venga a intentar sujetar la tela y nada, que se soltaba, y venga y venga a soltarse, ¡qué aburrimiento! Y el alfiler disparado, como si fuera muy rígida la tela y mira que no, que el raso de rígido nada, hasta que caí en la cuenta de que, claro, si las mangas no se dejan hacer es porque en la fiesta va a haber otra que las lleve de farol, y puede pensar una que qué importa eso, pero se ve que esta clienta es de las que buscan destacar y le iba a sentar fatal perder protagonismo, así que tuve que convencerla para probar con unas mangas de campana y, ¿ves?, la tela se dejó coser de maravilla. Y tú… ¿por qué me miras con esa cara de tonto?

—Cariño, ponte los zapatos. Te invito a comer un potaje.

FIN

Clarisa de la Vega Gómez

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