Una misión importante

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En torno a la mesa de una sala distinguidamente lóbrega, conversan cuatro ancianos vestidos con traje y corbata. La más alta de los cuatro se pone unas gafas y procede a examinar un libro con el lomo ancho y las tapas forradas de piel granate.

    —Es un hecho indiscutible que el fin del mundo se acerca —proclama.

    —Discrepo —dice el que está sentado frente a ella, un hombre flaco de bigote cuyos cabellos blancos se encuentran un tanto crecidos—. Tiene que existir alguna forma de evitarlo.

    La mujer alta de gafas desliza las páginas finas del libro hacia delante y hacia atrás.

    —Pues ya me dirá cómo. Aquí ya no nos cabe más historia. Hemos rellenado hasta las guardas e incluso la portada, no queda entre estas hojas ni un milímetro que no haya sido cubierto con los hechos notorios de nuestros ancestros.

    El flaco del bigote y el pelo crecido saca unas tijeras de su maletín y las deposita en el centro de la mesa.

    —Sugiero recortar algunos contenidos.

    —Acepto la propuesta —se anima el hombre calvo de prominente estómago que se sienta a su izquierda mientras se hace con las tijeras—. Y que sea rápido —añade girándose para mirar un reloj de péndulo—. He consagrado cuarenta y ocho años a una labor impecable que concluye aquí y ahora; no quisiera regalar ni un minuto de mi descanso.

    —Seriedad, caballeros —advierte la mujer de gafas—. Mantengan la compostura. Nuestra bien merecida jubilación deberá aguardar un poco más —y señala en este punto hacia cuatro maletines, posados en el suelo, donde cada uno ha recogido sus efectos personales antes de la partida—. Recuerden, estimados colegas, que es el futuro de la humanidad lo que se está jugando en esta mesa.

    Dicho esto, la mujer carraspea y envía una mirada reprobatoria al cuarto componente del grupo, una señora con nariz afilada que se encorva distraída sobre un periódico. Alza esta la mirada y, cruzándose de brazos, se dispone a escuchar.

    —Podríamos eliminar únicamente las fechas —dice el de bigote—. De este modo, nada de lo sucedido hasta ahora habría dejado de suceder.

    —De ninguna manera —replica la de gafas—. En el supuesto de que acordásemos eliminar ciertos datos, las fechas no deben tocarse. Imaginen el caos que se produciría al desconocer qué vino antes y qué ocurrió después. Ciñámonos a los hechos.

    La mujer de nariz afilada regresa a su lectura. El del bigote se revuelve los cabellos.

    —Podríamos suprimir los acontecimientos desafortunados —se decanta—. La invención de la bomba atómica, por ejemplo; el hundimiento del Titanic, el incendio de la Biblioteca de Alejandría…

    Blandiendo las tijeras, el hombre calvo tira del libro y empieza a buscar entre sus páginas.

    —¡Alto! —interviene la mujer de las gafas—. Señores, ¡por favor! No nos precipitemos. ¿Qué sería de la humanidad si no hubiéramos cometido errores de los que aprender?

    El hombre calvo suelta las tijeras y, mirando el reloj y el maletín, se desinfla sobre la silla.

    —Y no perdamos de vista —insiste la de gafas agitando en el aire su dedo índice— la importancia del tema que nos ha reunido.

    —¿Qué proponen, entonces? —pregunta el calvo aflojándose la corbata.

    Con un gesto contrariado, el hombre flaco de bigote hunde las manos de nuevo entre sus cabellos blancos y crecidos.

    —¡Ya lo tengo! —dice poniéndose en pie, con las manos enredadas aún en el pelo.

    La de gafas frunce el ceño ante la efusividad de su colega.

     —¡Cortemos los hechos dramáticos! —prosigue el de bigote, iluminados los ojos y con amplios aspavientos de brazos y manos—. Eliminemos las pestes, las erupciones volcánicas y los terremotos… El asesinato de Mahatma Gandhi —asciende el tono de su voz— y el de Martin Luther King. Arranquemos el Holocausto —grita subiéndose a la silla—, ¡carguémonos a Hitler! ¡Extirpemos del pasado el día en que nació!

    Asintiendo rápido con la cabeza, el hombre calvo vuelve a empuñar las tijeras.

    —¡Orden! —ruge la de las gafas, que ostenta ahora un rostro encarnado—. Caballero, se lo ruego, ¡vuelva a sentarse!

    La mujer del periódico ha levantado otra vez la mirada. Invirtiendo la curvatura de su boca, el de cabello largo se desploma en la silla.

    —¿Dónde está su decoro? —recrimina la de gafas—. Le repito que somos responsables de un asunto delicadísimo. El más importante que se haya tratado jamás.

    —Sugiero eliminar el día en que usted nació —le dice el que acaba de sentarse.

    —¿Qué tontería es esa? Mi nacimiento no figura en este libro.

    —Ah. Como es usted tan importante…

    Se le escapa a la del periódico un amago de risa. La de gafas vuelve a mirarla con desaprobación.

    —Bueno —apremia el calvo, girándose una vez más hacia el reloj de péndulo—, ¿qué demonios tengo que cortar?

    —Sepan —responde la mujer de gafas— que, al igual que las fechas, sucesos relevantes como los que acaba de mencionar nuestro impetuoso colega no deberían tocarse, dado que el curso de la historia se vería enteramente alterado. Si lo hiciéramos, probablemente dejaríamos de estar sentados a esta mesa y, lo que es peor, puede que ni existiera una mesa tal congregando a otros expertos que resolvieran temas de suma importancia.

    El hombre del bigote se ha quedado pensativo. Cuando vuelve en sí, su cara dibuja una expresión de renuncia.

    —Todos los hechos que ahí figuran tienen su grado de relevancia. Llevaba usted razón. El mundo se acaba y no hay nada que pueda hacerse.

    El hombre calvo suelta las tijeras. El sonido del reloj toma la sala. A través de la ventana, comienza a percibirse el ruido del tránsito urbano envolviendo el vacío que se ha instalado entre los cuatro ancianos.

    —Al menos —dice alguno—, estos cuatro viejos ya no estarán para verlo.

    En ese momento, la mujer con la nariz afilada desliza el periódico abierto hasta el centro de la mesa. Después, coloca encima las tijeras. El titular anuncia una declaración de guerra. Todos los ojos apuntan de inmediato a la de gafas, que ha comenzado a leer la noticia. Al terminar, arquea una ceja.

    —¿Qué hay por detrás? —pregunta.

    El calvo vuelve la página mostrando los titulares que tendrían que irse a la par que el de la guerra.

    —Más de lo mismo, básicamente —indica sosteniendo con firmeza las tijeras, la mirada fija en su colega de gafas, a la espera de una decisión.

    La mujer de gafas revisa minuciosamente las dos caras de la hoja. Después, emite un suspiro y, cerrando los ojos, inclina la cabeza para decir «sí». El ruido de la calle se va mezclando con el del papel cortado mientras todos observan cómo los filos se mueven con precisión en torno al artículo, cómo la página se vuelve por aquí y por allá con el fin de sortear cualquier posible añadido de peso.

    Dando su misión por finalizada, la mujer de gafas se ajusta la corbata y, poniéndose en pie, tiende la mano a sus colegas.

    —Felicidades —les dice—, han hecho un gran trabajo.

    Mientras los demás agarran sus maletines y se dirigen a la puerta, el hombre de cabello largo permanece sentado.

    —Pero… ¿Y mañana?

    Los tres ancianos se dan la vuelta. Por unos instantes que el péndulo secciona con golpes huecos de metal, se miran entre sí hasta que la de gafas ofrece una respuesta.

    —Otros tendrán que ocuparse de eso.

FIN

Clarisa de la Vega Gómez

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