Uñas

Published by

on

Le dolían los ojos de tanto fijarlos en las ventanas de enfrente. Si torcía la vista para ver asomarse a la vecina de abajo, un hilo lubricante se desprendía de los globos y le caía por las mejillas. Entonces, las paredes enmohecidas del patio amortiguaban el grito de la de abajo: «¡Sí, niña, qué pena! ¡Con lo buena gente que era!». Y es que fue Verónica, envuelta en su bata, la primera en asomarse a la escalera cuando cargaban el cuerpo sin vida de Doña Margarita, con los pies asomándole bajo la sábana. Si se hubieran molestado en cubrirlos, no estaría Verónica perdiendo el sueño, ni el hambre, ni abriéndose los sesos a falta de explicaciones.

«Éramos íntimas», dijo a modo de contraseña que le diera acceso al interior del piso de la fallecida, donde esperaba encontrar alguna pista en relación con el enigma que ya empezaba a mortificarla. «Íntimas vecinas, ¿sabe?». Le negaron la entrada incluso después de procurarles información en calidad de espectadora en su butaca, por entre las cortinas. Cómo preparó Margarita su té de cada tarde a las cinco, enmarcada en la ventana de la derecha, la de la cocina. Cómo fue extrayendo las cápsulas del envase para irlas vaciando en el té. Cómo se sentó a la mesa con la taza, un estuche y una hoja de papel. Cómo bebió interrumpiéndose entre sorbo y sorbo para escribir en la hoja y cómo al terminar, apoyada en el alféizar, efectuó una llamada breve al 112.

No hubo forma de que dejaran pasar a Verónica. Y eso que tenían ellos la culpa de todo. Si hubieran contemplado el gesto, tan simple y pertinente, de taparle los pies… ¿Qué menos, entonces, que dejarla entrar a ver si en una carta de despedida o metido en algún cajón encontraba el motivo por el que una mujer como Margarita se había muerto con las uñas de los pies tan escandalosamente largas?

Verónica creía conocer a su vecina de enfrente. Se sabía hasta la copa de los sostenes que colgaba en el tendedero. Cada mañana a las siete, la veía abrir la ventana de la izquierda, la del dormitorio, para dar comienzo a su rutina inamovible. Desayuno a las siete y cinco. Después, airear las sábanas y hacer una cama como mandan las costumbres ya perdidas para el resto. Sacudir alfombras, barrer, limpiar a conciencia el polvo de cada mueble, florero y lámpara. A las nueve y media, punto ciego en el cuarto de baño saliendo del mismo aseada para luego asear el mismo, vestirse y ausentarse regresando con la compra.

Metódicos rituales definían la vida de Doña Margarita. Cinco días después de su muerte, la incapacidad de apartar un instante la vista de su ventana comenzaba a producir náuseas. Y vive Dios que no quería Verónica recurrir a bajas artimañas, pero sabía que el presidente de la comunidad guardaba copia de todas las llaves, para esos casos de «por si acaso», y las uñas de Margarita se incrustaban cada vez más en su cerebro, como si continuaran creciendo, abriéndose paso hacia la profundidad de su materia gris. ¿Por qué una mujer que lavaba hasta la cáscara del plátano habría de permitirse en los pies un descuido de tal magnitud? ¿Era toda una actriz, Doña Margarita? ¿Una soberana hipócrita, fachada pura? ¿Serían sus uñas, tal vez, un símbolo de rebeldía? ¿Padecía una fobia terrible al cortaúñas en los pies…? Se comentaba, por la escalera, que las copias de las llaves estaban seguras bajo la custodia del presidente, que perdieran todos cuidado, que su honradez rayaba en la santidad. Salvo que aconteciera un milagro, sería imprescindible recurrir a las citadas artimañas. ¿Qué otra cosa se podía hacer?

Salía Verónica lanzada en busca del presidente cuando se cruzó con el casero de Doña Margarita, dispuesto a comprobar el piso vacío antes de mostrarlo a potenciales inquilinos. «No tiene de qué preocuparse», le dijo ella, «de mí no saldrá una palabra de cómo se marchó la última, y eso que desde aquí mismo vi yo cómo se iba en una camilla…». El casero le pagó con la misma cortesía dejándose seguir al interior de la vivienda. Y es que, ya se sabe, solo las buenas maneras hacen las buenas relaciones.

Verónica se arrojó directa al fondo del pasillo para enfocar una perspectiva de la cocina inversa a la que solía contemplar desde el otro lado del patio. Tendida sobre la mesa permanecía una carta de despedida que casi se le escurre entre las manos al ver que el estuche de Margarita era en realidad un neceser etiquetado con la palabra «pedicura». Camufló sin problema la carta, doblada en el bolsillo de su bata. En cuanto al neceser, resultó ser uno de los pocos estorbos que el casero encontró en un piso tan bien aliñado, de manera que antes de que Verónica abriera la boca para pedírselo ya estaba él rogándole, con un gesto asqueado, que se lo llevara.

De vuelta en su butaca, Verónica estiró en su regazo la hoja de papel donde la difunta había dejado unas cuantas líneas magras, sin duda las mismas que redactó mientras se bebía el último té. «Me voy por decisión propia y estas son mis voluntades: la primera, que lo poco que tengo se destine a obras de caridad; la segunda, que cuando se lleven de aquí mi cuerpo me dejen los pies destapados».

Verónica levantó la mirada con perplejidad atroz. En la fachada de enfrente, el casero descorría las cortinas de la izquierda, las del dormitorio. ¿Por qué querría Margarita exponer sus pies ominosos? Poco bulto se palpaba dentro de aquel neceser, donde Verónica comprobó que un cortaúñas sí que había, como también una lima, dos frascos con esmaltes y un bote de acetona. Lo que no esperaba encontrar era un segundo mensaje de puño y letra de la vecina. «Estimada Verónica: Si mi vida insípida es tu mayor aliciente, estás más jodida que yo. Ahí te lo dejo».

FIN

Clarisa de la Vega Gómez

Deja un comentario