Las ratas

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Era Roberta una ratona sencilla que, en agosto de 1980, se mudó al sótano de un enorme edificio madrileño. Una vez que hubo desempolvado su fracción, la encontró muy adecuada excepto por un agujero que se abría a media altura en la pared que separaba la cocina del cuartito de estar. Pero, como en esta vida nada es perfecto, estrenó feliz su nueva morada invitando a merendar sus vecinos.

Se fue así de puerta en puerta repartiendo invitaciones que ella misma había hecho con sobres de azúcar vacíos. Todos los vecinos resultaron ser ratas y acogieron entusiasmados la oferta. Roberta recorrió los bajos de la avenida buscando pedazos de queso y de pan seco. Compró media lata de sardinas en escabeche en un patio gobernado por una gata vieja. Escaló contenedores para obtener frutas podridas muy aprovechables y recogió papel de periódico con el que rellenar cajitas de cerillas a fin de disponer de unos cómodos asientos para sus invitados.

A las cinco en punto comenzaron a llegar. Una a una, las ratas se fueron sentando alrededor de la tapa de un bote de cacao donde Roberta había dispuesto la merienda. Llegó primero Luciana, metida en un chal de dos vueltas y cargada de cumplidos por lo bien arreglado que se veía el apartamento. La siguió Bartolo, expresando con sonrisa sibilante sus ganas de saborear esas delicias que ensalzaban la mesa. Tula y Vicente alabaron la comodidad de los asientos ocupando gran parte de estos con sus crecidos traseros y, por último, la vieja Renata besó a la anfitriona declarando con ojillos fulgurantes lo hermosa que lucía con ese vestido a lunares.

Los invitados comieron, charlaron animadamente y rieron a carcajadas. Roberta se sintió afortunada por haber ido a parar a una comunidad tan divertida y, cuando la comida que había servido se terminó, corrió a la cocina en busca de más. Satisfecha y sonriente, desmigajó un trozo de pan y arañó un melocotón arrancándole jugosos pedazos maduros. “Hay que ver qué gente tan maja”, se decía, “me lo estoy pasando como nunca”. La cháchara festiva llegaba a la cocina a través del agujero en la pared.

—No está tan bien el apartamento —confesaba Luciana—. Lo tiene muy simplón.

“Bueno”, pensó Roberta, “no tiene por qué ser de su agrado, cada uno tiene sus gustos; tan solo quiso ser amable cuando lo alabó al entrar”. Y siguió pellizcando la fruta.

—A los víveres les doy un tres —oyó decir a Bartolo—. El queso es de lo más soso.

—Pan seco —apostilló Luciana—, ¿a quién se le ocurre? Pan seco lo tengo en mi casa por castigo. ¡Qué falta de originalidad la suya!

—Me sorprende la escasa variedad del pescado —seseó Bartolo—. Además, las sardinas en escabeche distan de estar en su punto exacto de descomposición, lo mismo que los melocotones.

—Y estos asientos con papel de periódico —añadió Tula—, están pasados de moda.

—Menos mal que lo dices, querida —coincidió Vicente—. Ahora lo que se lleva es lana, querida, lana.

—Será que van a juego con ese rancio vestido a lunares —remató la vieja Renata.

Las orejas y los hombros de Roberta cayeron lánguidos, aplastados por un sentimiento de tristeza y vergüenza. Regresó al cuarto de estar con el platito de pan y melocotón, sin atreverse a levantar la vista. Tímidamente encogida, dejó transcurrir el resto de la velada mientras los demás charlaban, reían y devoraban la merienda.

Al día siguiente, Roberta se levantó de la cama fijándose como meta preparar la mejor merienda a la que ninguna rata pudiera aspirar. Diseñó y repartió invitaciones que nuevamente fueron recibidas con alegría y peinó los sótanos a la caza de los más exquisitos manjares. Había tomado nota de las preferencias de sus vecinos, de manera que se hizo con un bollito de pan recién hecho, varios gramos de salmón ahumado, un poco de queso azul, un melocotón menos pasado y sardinas casi frescas, sin olvidar unos recortes de lana sobrantes a las labores de un grupo de tejedoras y un retal a cuadros robado a una costurera. Huelga decir que semejante empresa le costó algún que otro susto al ser descubierta y perseguida por algunos humanos del vecindario. Pero, al llegar a casa y contemplar el botín, se sintió sumamente satisfecha. El riesgo había merecido la pena.

Del mismo modo en que lo habían hecho la tarde anterior, los invitados fueron llegando a casa de Roberta y emitiendo sus distintas alabanzas. En honor al evento, la anfitriona lucía un vestido nuevo a cuadros y el apartamento había sido decorado con algún visillo de papel floreado en las rendijas de ventilación, así como con pegatinas publicitarias salpicando las paredes. La mesita, ya dispuesta, recogía una muestra de cada bocado. Una vez más, fluyó una cháchara de lo más alegre. Roberta miraba alrededor y se reía con los chistes y comentarios de sus vecinos. Todos parecían disfrutar de la merienda. Deseosa de conocer la franca opinión de los comensales, se fue a la cocina en busca de más comida y, una vez allí, acercó la oreja al agujero de la pared.

—De mal en peor —oyó decir a Luciana—. ¡Qué horterada de visillos!

—A los víveres, les doy un dos —calificó esta vez Bartolo—. ¿Qué sustancia se puede saborear en un queso cuya podredumbre es aceptada incluso por un ser humano?

—Pan del día —agregó Luciana—. ¿A quién se le ocurre? ¡Qué falta de esmero la suya! Ya puestos, podría dárnoslo crudo…

—Me sorprende el pésimo gusto en la selección del pescado —continuó seseando Bartolo—. Además, apenas está descompuesto. Lo mismo que los melocotones.

—Y estos asientos de lana —dijo Tula— están a punto de pasar de moda.

—Por fin lo mencionas, querida —respondió Vicente—. Todos sabemos que la espuma es la nueva tendencia.

—Será que van a juego con el vestido a cuadros —concluyó la vieja Renata.

Después de seleccionar las partes más podridas del melocotón y las sardinas, Roberta se demoró todavía un rato en la cocina esperando a que el nudo que le apretaba la garganta se deshiciera. Conteniendo sus lágrimas, volvió al cuarto de estar y depositó el plato ante los invitados, que enseguida dieron cuenta del contenido. Mientras seguían riendo y conversando, Roberta se arrinconó avergonzada en una esquina y, una vez que todos se marcharon, rompió a llorar.

Al cabo de una noche agitada, Roberta se levantó dispuesta a dar definitivamente en el clavo. Sus vecinos aplaudieron una nueva invitación a merendar. No fue difícil hallar alimentos podridos en los cubos de basura cercanos. Más aventurado, en cambio, resultó el agujero que Roberta practicó en un sofá del primer piso para extraer algo de espuma junto con un trozo de tela a rayas con el que hacer visillos y un vestido que, en su opinión, se veían tan elegantes que habían valido la pena de una buena carrera huyendo de una escoba enfurecida.

Las ratas acudieron a la cita con la misma puntualidad y reverencia de los días anteriores para instalarse alrededor de una mesita colmada. De la misma forma natural surgió la charla más amena, de la que Roberta participó animada aunque también inquieta, hasta que vio terminarse la comida y se fue a la cocina en busca de más. Rápidamente, arrimó la oreja al agujero y, con un cosquilleo en la tripa, aguardó a que los invitados se manifestaran.

—¡Qué aburridas esas cortinas! —sentenció Luciana.

—A los víveres, les doy un uno —dijo Bartolo masticando el último pedazo de queso—. Esos niveles de putrefacción son absolutamente insoportables. No somos ratas de alcantarilla…

—¿Pan mohoso? —protestó Luciana.

—Y estos asientos de espuma son de lo más inapropiado.

—Tardabas en señalarlo, querida. Esta espuma tiene una pésima calidad.

—Igual que el vestido…

Aquella noche, Roberta no pudo parar de llorar. Por la mañana se sentía tan abatida que envió un mensaje a su prima Camila a través de una cucaracha cartero. Antes de una hora, la prima Camila ya estaba en casa de Roberta preparándole un caldo con hojas de laurel y llevándoselo a la cama.

Camila se quedó tres días durante los cuales no cesó de dar cuidados y cariño a su prima. Cuando esta se recuperó, las dos se despidieron prometiendo volver a verse muy pronto y así sucedió. El mismo día en que pensaba recibir a Camila para la cena, Roberta decidió recuperar las tardes de divertidas reuniones con sus vecinos. Antes de que llegaran las ratas, arrancó los visillos, se puso su vestido favorito de lunares y rellenó con papel de periódico, lana y espuma el agujero de la cocina, obstruyéndolo hasta el punto de hacerlo desaparecer. Recibió a los invitados uno por uno y los invitó a sentarse en cajitas de cerillas vacías. Se pasó la tarde charlando, riendo y compartiendo con las ratas una merienda a base de las primeras basuras que encontró en el contenedor situado junto al portal del edificio. Cuando las viandas de la mesa, algunas más podridas y otras menos, se terminaron, Roberta se encaminó a la cocina y rellenó el plato sin importarle un carajo qué se decía al otro lado del agujero tapado. Siguió conversando y riendo con las ocurrencias de sus vecinos hasta que el ágape se dio por terminado y todos se despidieron hasta el próximo día. “¡Qué tarde más entretenida!”, se dijo Roberta limpiando la mesa para disponerla con nuevos alimentos que tenía reservados: un pellizco de atún que no tendría más de un día, una galleta con pasas birlada de un plato de porcelana, un trozo de bocadillo que un niño mal comedor había dejado en el parque y un bombón sustraído en una fiesta de un cumpleaños. “Espero que Camila no se retrase”.

FIN

Clarisa de la Vega Gómez

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