Por un pelo

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Peinarse ante la ventana

es un acto de alto riesgo,

no importa si el sol te arrulla,

si suave te mece el viento.

En esa suerte de estado

se encuentra Patricia Arvelo

hundiendo melena abajo

su cepillo con sosiego.

Llega azarosa la brisa,

juguetona, roba un pelo

que arrastra divinamente

con un grácil bamboleo,

hartándose el vientecillo

de su caprichoso juego

posa el cabello dorado

sobre el libro de Mateo,

que sale de su lectura

llamado por los destellos

de la hebra fina y larga

prendida ya entre sus dedos.

¿De dónde se habrá caído?

¿De dónde me trae el viento

tan delicado regalo,

tan magnífico cabello?

Mira alrededor buscando,

no ve a nadie, ni de lejos,

merecedor propietario

de un ejemplar tan perfecto.

En la terraza de un bar

almuerzan dos caballeros

de canosas pelambreras,

viejas caras, viejos pelos.

Se pasea un matrimonio

de la mano, zalameros,

sus cabezas las recubren

cabellos cortos y feos.

Hermosa y dulce ha de ser

la dueña del fino pelo,

de eso, no cabe duda…

¿Y si en vez de dueña es dueño?

Al seguir inspeccionando

el ánimo va cayendo

hasta que topa con ella

la mirada de Mateo,

sentada sobre el alféizar,

rubia cabellera al viento,

fino talle, finas manos,

diosa en regio movimiento.

Se refleja en su melena

como en el lago de un cuento

de agua mansa y cristalina

el fulgor del universo.

Salta Mateo del banco,

cruza la calle corriendo,

cuenta los pisos que alzan

a la princesa y su pelo.

Todo es obra del destino,

piensa ante el portal abierto,

primero alumbró el camino

y ahora me acoge dentro.

A todo esto, en la calle,

se escandalizan los viejos:

han encontrado en el plato

un pelo largo, trigueño.

Se levantan de la mesa,

van a protestar al dueño:

En este bar insalubre

ya nunca más comeremos

y tengan por bien seguro

que a muchos lo contaremos.

Mateo, por la escalera,

se para a tomar resuello:

¿Qué estás haciendo, chiflado?,

murmura lleno de miedo.

¿Qué piensas que va a decirte?

¿Qué dirás tú? ¿Que su pelo

te trajo a ella hechizado,

como un tonto sin remedio?

Da media vuelta y desciende

cobardemente Mateo,

adiós, princesa en su torre,

adiós, benditos cabellos.

En la calle, mientras tanto,

la pareja discutiendo,

ya no andan de la mano

ni se lanzan piropeos.

Ella, con cara de enfado,

le pregunta por el pelo

que lleva él enredado

por alrededor del cuello:

Mis cabellos no son largos,

no son rubios, son morenos,

dime, ¿con quién has estado?

¿Quién te ha dejado este sello?

Él, con ojos indignados,

le dice que no hay derecho,

que no debe ser juzgado

con tan pobres fundamentos.

Mateo, entre tanto y tanto,

va ganando atrevimiento,

pega un giro y vuelve arriba

cual quijote en su jamelgo.

¡Allá voy, mi dulcinea!

¡Espérame, que ya llego!

De la emoción se tropieza,

va de narices al suelo.

¡No temas, tesoro mío!

¡Ya por nada me detengo!

Con la nariz dolorida

llega por fin al tercero,

llama a la puerta, se esconde,

duda, tiembla, pero luego

hinchándose los pulmones

salta a la arena de nuevo:

ábreme, mi bella dama,

tu gladiador quiere un beso.

Se abre la puerta y Patricia

pregunta qué va vendiendo.

De frente, en la cercanía,

ve con nitidez Mateo

dos ojos saltones, bizcos,

verruga en el entrecejo,

dientes torcidos, bigote,

nariz aguileña y vello.

Pasa un año y, por la tarde,

se encuentra en casa Mateo

acordándose del día

del inesperado encuentro.

Con dos copas en la mano

va a la ventana, contento,

donde Patricia se peina

con los cabellos al viento.

¿Te acuerdas, cariño mío?

Coge tu copa y brindemos,

que hoy es nuestro aniversario,

¡pero qué feliz me siento!

Juntan las copas, se besan,

beben, se dicen “te quiero”,

mirando por la ventana

se quedan charlando luego.

Por allá va Doña Juana,

dice ella sonriendo

pero al cabo de un instante

muda de repente el gesto.

¿Qué será de su marido?

Hace tiempo no lo veo.

Iban siempre de la mano,

algo ha pasado, me temo.

Mateo, mientras la escucha,

le está acariciando el pelo.

Y el bar que había ahí en frente

lo cerraron hace tiempo,

con la comida tan rica

que hacía aquel cocinero…

Mateo, mientras la escucha,

la contempla boquiabierto:

Eres la mujer más linda,

mi vida, ¡cuánto te quiero!

FIN

Clarisa de la Vega Gómez

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