Porque lo digo yo

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—Esos deberes no son tuyos.

Los ojos del muchacho buscaron al profesor a través de un matojo de rizos oscuros.

—Cuando quiera saber qué opina Andrea, le preguntaré a ella. Ahora, quiero saber lo que opinas tú.

Pero el chico se limitó a seguir mirándolo en oblicuo a través del flequillo.

—Última oportunidad, Kevin: ¿Cuál es tu opinión sobre el tema?

De nuevo una mirada fija y los labios quietos en caída simétrica. Gonzalo Sierra encorvó el lomo flaco y tecleó un negativo para Kevin. Su colección de méritos a la rebeldía alcanzaba ya, a finales de enero, unas cifras que sus compañeros de clase no sumaban ni poniéndose juntos y multiplicando por dos.

—Toma, «ojitos» —dijo empujando el cuaderno de vuelta a la mesa de Andrea.

Gonzalo comenzó a escribir en la pizarra la tarea para la próxima clase, esmerándose en unas mayúsculas bien dibujadas con rotulador negro: «MENSAJES PARA CONMEMORAR EL DÍA DE LA PAZ».

—¡Ay, si Franco levantara la cabeza..!

Gonzalo se volvió con una mirada lánguida.

—¿Qué has dicho, Kevin?

—¿Yo? Nada.

Las cejas del muchacho se adivinaban arqueadas. Debajo de la tarea, Gonzalo escribió el título del tema que estaba a punto de explicar: «La Revolución Industrial».

—¡Si Franco levantara la cabeza! —volvió a escuchar.

Giró de nuevo su mirada lánguida hacia Kevin. Había sido su voz, ese ruido cotidiano al que costaba acostumbrarse, la que había pronunciado aquella frase dos veces. Vio cómo el chico intercambiaba una sonrisa con su amigo Gabriel. Estuvo a punto de decirles que se quedaran después de la clase para discutir los pros y contras del franquismo. Pero sería la quinta vez, en lo que iba de curso, que sacrificaría un recreo por Kevin y ni siquiera tenía la impresión de que sirviera de nada, así que decidió reservar sus energías para otros que lo merecieran más y lo despachó a su vez con otra frase prefabricada.

—Cuidado con lo que deseas, Kevin.

Caminando por el pasillo que iba a la cafetería, Gonzalo pasó cerca del banco donde solía sentarse Kevin con Gabriel y otros dos amigos suyos. A punto de doblar la esquina, oyó gritar: «¡Si Franco levantara la cabeza!» El estallido de risas seguía retumbando detrás cuando el profesor se acercó a la barra y pidió su desayuno.

En ese mismo momento, lejos de allí, una sombra alargada flotó como un soplido por los túneles cavernosos de una prisión. Un montón de bruma negra, indefinida, que se detuvo ante el umbral de una celda sin puertas, idéntica a las demás que por millones componían aquella especie de colmena mortuoria. Dos fueguecillos se encendieron en lo alto de la masa oscura; dos ojos infernales que propagaron un candor verduzco.

—¡Tú! —tronó su voz.

Varios hombres ataviados con un gris raído detuvieron la faena. Tejían con los dedos mantas para refugiados cuya finura iba pareja al grado de redención obtenida a cambio.

—¡Ya he vuelto a perder la cuenta! —dijo el señalado.

—Te han invocado tres veces —rugió la sombra mientras extendía hacia él un apéndice informe.

—¿Otra vez?

El elegido flotó tras el guardián hasta una cámara en cuyo centro se alzaba un altar rudamente labrado en piedra, posó sobre este su mano y llamó a las fuerzas supremas. En unos segundos, toda su incorporeidad fue absorbida por las grietas del altar.

Aquella mañana, Kevin saltó de la cama asustado. Había sentido la voz de un hombre que lo llamaba con una cercanía poco habitual de un sueño. Corrió hasta el baño y metió la cabeza bajo el chorro de agua fría del lavabo. Al incorporarse, vio en el espejo una imagen que no era la suya.

—Me has invocado tres veces —dijo desde el espejo la misma voz que lo había llamado en sueños.

La imagen del extraño tardó un instante en desvanecerse, dejando en su lugar la cara lívida y empapada del muchacho. Kevin deslizó los pies descalzos lentamente hacia la puerta, sin atreverse a mirar de nuevo por encima del lavabo. Al verlo llegar a la cocina, su madre le arrojó un paño.

—¿Adónde vas chorreando? ¡Mira cómo estás poniendo el suelo! ¡Ahora mismo vas y lo secas!

—¡Y una mierda!

El padre de Kevin posó bruscamente en la mesa el transistor de radio que sostenía y, alzándose de la silla tan alto como era, le propinó una bofetada que lo dejó sin habla.

—¡A tu madre, la respetas!

Kevin dejó caer el paño y puso encima un pie para moverlo sobre el camino de agua que había dejado. Se quedó en el baño secándose la cabeza y miró de nuevo el espejo, donde solamente se encontró a sí mismo con toda su frustración. Cuando hubo terminado, volvió a la cocina y se sentó a la mesa junto a su padre mientras su madre trajinaba con un vestido de hechura simple y remangado hasta los codos, el cabello recogido en un moño sobre la nuca.

—¿No hay cereales? —masculló Kevin.

Su padre había regresado a las noticias de la radio y no hizo ademán que indicara que lo había escuchado.

—Hay lo que yo te diga —dijo ella sirviéndoles dos tazas de café—. Come y calla, que me tienes contenta.

Con las prisas por irse de casa aquella mañana, Kevin renunció a la búsqueda de su móvil por la habitación y se vistió con lo primero que encontró: un chándal negro de andar por casa. A la entrada del instituto se reunió con sus amigos, que daban la impresión de participar en un gesto solidario, como si lo hubieran intuido, puesto que no era él solo quien había elegido un atuendo de lo más soso. Los chicos se habían despojado incluso de la mata de pelo en la frente que estaba tan a la moda, dejando en su lugar un corte simplón, sin ningún estilo. ¿Les habría pasado lo mismo? Pero ellos no hablaban más que de fútbol.

—¿Dónde están las chicas?

Los amigos de Kevin se rieron ante lo que debió de parecerles una invitación tempranera.

—Ya iremos a espiarlas más tarde —dijo Gabriel.

El aula parecía haber pasado por un saqueo: ni ordenadores, ni proyector, ni tabletas digitales. Encima de la pizarra blanca, se alzaban un crucifijo y un retrato del que, sin ninguna duda, era el mismo hombre que se había dirigido a Kevin desde el espejo del cuarto de baño.

Entró un profesor nuevo vestido de traje oscuro, con gafas pequeñas y cabello canoso repeinado hacia atrás. Todos los alumnos se pusieron de pie. Kevin, confundido, los imitó mientras escuchaba un saludo firme y unánime: «Buenos días, señor profesor». Iba a sentarse de nuevo cuando los vio persignarse y empezar a rezar. Intentó seguir las oraciones, pero las recordaba tan solo a medias. Pronunciados los amenes, cada alumno tomó asiento en su pupitre y el profesor caminó hacia Kevin.

—¿No te apetece rezar?

—No mucho.

—¡Fíjate tú! Después de la clase me vas a explicar por qué. Y, ahora, cuéntanos qué fue lo que aprendiste aquí ayer.

Kevin hurgó en su memoria buscando algún pedazo suelto del discurso de Gonzalo Sierra durante su clase del día anterior.

—El… El progreso…

Sobre las ascuas vivas aún del bofetón de su padre, cayó la mano abierta del profesor. Kevin se palpó la mejilla, dolía demasiado como para no poder creérselo. Buscó complicidad alrededor, «¡Mirad lo que me ha hecho este animal!», pero todos sus compañeros guardaban silencio con la cabeza gacha, incluido Gabriel, que se sentaba a su lado. Sin quererlo, Kevin se puso de pie arrastrado por un tirón de oreja.

—Vas ahora mismo a enfermería —gritó el profesor— y que te laven la boca con alcohol de 90º.

Lo soltaron en mitad del recreo. Solo varones, también en el patio. Caras conocidas con expresiones nuevas. Nadie habló de lo sucedido. En lugar de eso le pasaron el balón, pero Kevin no lo recibió.

—¿Os parece normal lo que me ha hecho ese hijo de la gran puta?

Los chicos se quedaron como estatuas en mitad del patio.

—Lo voy a denunciar, ¡se va a enterar el muy cabrón!

—Cállate —murmuró Gabriel echando una ojeada alrededor.

Un vigilante hundía en ellos sus ojos de águila. Los muchachos dejaron a Kevin para seguir jugando, como si nada hubiera ocurrido.

De vuelta en el aula, el mismo profesor ordenó abrir el manual. Todos obedecieron sacando de debajo de la mesa el único libro que tenían. Kevin pasó las páginas hasta llegar a la misma por la que sus compañeros dejaban abiertos los libros. Uno de ellos comenzó a leer en voz alta:

«Rojo y oro son los colores

más bonitos que Dios creó;

rojo y oro son los que lleva

la bandera de mi nación».

No puso atención a la lectura. Se preguntaba dónde estaría Gonzalo Sierra. Seguro que podía contarle a él lo que había pasado. Gonzalo era muy pesado, pero también era un hombre dispuesto a dialogar y a razonar, a defender lo que era justo.

—Oye —susurró a Gabriel—, quiero hablar con Gonzalo Sierra.

—¿Estás tonto? Lo echaron por rojo.

—¿Y dónde está?

—¿Dónde va a ser? En la cárcel, si sigue vivo.

El profesor detuvo la lectura y se acerco por segunda vez a la mesa de Kevin.

—¿Tienes algo que decir?

En sus ojos entornados se percibía un hartazgo próximo al asco.

—Bueno —balbuceó Kevin—, yo opino que…

El tercer bofetón del día lo dejó con sordera. Acompañado por el vigilante, Kevin caminó hacia el despacho del director porque, según había informado el maestro, al mocoso le había dado por opinar. El muchacho vio el cielo abierto al divisar a su padre esperándolo a la puerta del despacho. Pensaba contarle todo lo que le había hecho el profesor. ¡Ahora sí que se iba a enterar ese grandísimo hijo de puta! Pero tan pronto como llegó junto a él, su padre le soltó una bofetada soberana en la mejilla que aún no le habían estrenado. Después, se lo llevó a empujones.

Por el camino le anunció que no volvería a clase. Que sus tiempos de estudio se habían terminado. Que, total, iba a dejarlo de todas formas cuando acabara el curso porque en casa hacía falta otro salario. También le dijo que se iban directos a la peluquería para que le cortaran esos pelos de payaso y, por la tarde, a confesar. Cuando Kevin preguntó por qué, recibió una tremenda colleja.

Llegó a casa con el pelo rapado y los ojos hinchados de tanto llorar. Su madre se limpió las manos en el delantal y le dio un abrazo.

—Hijo mío, ¿qué vamos a hacer contigo?

El muchacho se desahogó en el hombro materno. El abrazo le olió a lejía.

—¿No vas a trabajar? —dijo extrañado.

La madre extendió la mano señalando alrededor, ahí están las cacerolas en ebullición, ahí el cesto de la colada y demás tareas a medio hacer.

—¿Que si no voy a qué?

Kevin adivinó que no debía repetir su pregunta. Se fue a la habitación y buscó su teléfono móvil hasta debajo de las sábanas y del colchón, pero no apareció por ninguna parte.

—¿Dónde está mi móvil? —gritó.

Su madre se echó a reír.

—¿Qué te parece? Ahora el señorito quiere un móvil, nada menos. ¿Qué te crees tú? ¿Que somos de la realeza?

A la hora de comer, Kevin se ventiló en silencio las judías. No solo el teléfono móvil había desaparecido. También la consola de videojuegos y más de la mitad de la ropa del armario. Tampoco había televisión a la carta de ninguna plataforma, sino cuatro canales que emitían noticias nacionales, actos religiosos, una película española de lo más cursi y un documental que ensalzaba a don Francisco Franco. Al ver este último, Kevin había comprendido al fin quién era el señor del espejo. Lo que estaba sucediendo no tenía ni pies ni cabeza. Era una locura descomunal.

Percibió de reojo la mandíbula de su padre masticando enérgicamente. Su madre, en cambio, no se había servido nada y arqueaba hacia dentro el cuerpo con los codos en la mesa. Kevin pensó que recoger los platos ayudaría a calmar el ambiente.

—Se te va a caer el pito —dijo su padre.

—¿Qué haces, hijo? Anda, quita. Lo del paño de esta mañana fue para que aprendieras que a mí también me cuesta hacer las cosas. Me entiendes, ¿a que sí?

—Puedes salir a la calle. Y aprovecha, porque a partir de mañana ya no te van a quedar ganas. ¡Se acabó la vidorra, chaval!

Kevin se dirigía a las canchas cuando vio de lejos a la que fuera su compañera de clase.

—¡Eh! ¡«Ojitos»! —la llamó.

La chica siguió caminando y Kevin corrió hacia ella.

—¡«Ojitos»! ¡Soy yo!

Andrea se dio la vuelta y dirigió hacia él sus grandes y sorprendidos ojos azules. Llevaba un vestido holgado de manga larga, con el bajo hasta la mitad de la pantorrilla, y el cabello tejido en una trenza.

—Soy yo, Kevin…

Pero ella no parecía reconocerlo. Una pareja de guardias civiles detuvo el paso junto a ellos.

—¿La están molestando, señorita?

Andrea negó con la cabeza y dio las gracias. Después, pegó media vuelta y siguió su camino.

Las dos horas jugando al fútbol fueron, con gran diferencia, lo mejor del día. Kevin no hizo preguntas ni comentarios. Se limitó a chutar y correr tras el balón hasta que su padre pasó a buscarlo para ir a la iglesia. Dentro del confesionario, el cura lanzó su interrogatorio a través de la rejilla.

—Ave María Purísima…

—…sin pecado concebida.

—Confiesa tus pecados, hijo.

Kevin buscó por dónde comenzar.

—Creo que me he portado mal.

—¿Has blasfemado? —ayudó el cura.

Blasfemar, ¿y qué era aquello exactamente? No lo recordaba, pero si había que apostar…

—Sí —respondió.

—¿Honras a tu padre y a tu madre? ¿O acaso les has desobedecido u ofendido?

—Eso también lo he hecho mal.

—¿Vas a misa?

—Algunas veces.

—¿Rezas por las noches?

—Eso no.

—¿No rezas, hijo?

—Es que estoy muy cansado.

—¿Y durante el día?

—Tampoco. Muy ocupado.

—¿Y qué asuntos han de ser tan importantes que te impidan rendir devoción al Señor y buscar la luz en su infinita sabiduría?

—Bueno, ya sabes…

—¿He oído bien? ¿Me has tuteado, hijo?

—No, claro que no.

—¿Has tocado a alguna chica?

—¡Ya me gustaría!

—¿Te tocas?

—¡Hombre! Eso es personal.

—No hay secretos para Dios, nuestro señor. ¿Sabes que la masturbación «es el suicidio lento y progresivo del individuo que la practica»?

—¿Y usted no cree que exagera?

Mientras Kevin fingía rezar veinte padrenuestros y diez credos en un reclinatorio, su padre escuchaba del cura el resto de la penitencia que el chico tendría que llevar a cabo. Debería volver a catequesis para aprenderse bien los mandamientos de Dios. También debería someterse a un programa de adoctrinamiento para almas descarriadas. Entre eso y el trabajo que le habían conseguido a jornada completa, no le quedaría tiempo ni para mear. Y así mismo se le comunicó por la noche, justo antes de acostarse.

Kevin se lavó los dientes pensando en todo lo acontecido. Había aceptado que sus vivencias de aquel día, por raras que llegaran a ser, no pertenecían a ninguna pesadilla de la que de pronto iba a despertarse. ¿Por qué?, se preguntaba. ¿Por qué no puedo hacer nada? ¿Por qué no puedo ser libre?

—Dímelo tú —le habló una voz desde el espejo.

Ante él se encontraba una vez más el caudillo ocupando el lugar de su propio reflejo.

—¿Que te…? Perdón, ¿que le diga qué?

—¿Por qué no puedes ser libre?

—¡Hombre, porque estoy acojonado! No me atrevo ni a respirar por si me dan una hostia. ¡Ahora mismo seguro que me caen unas cuantas por lo que estoy diciendo!

—Yo no te puedo pegar. Mírame, no tengo brazos.

—¿Por qué no se permite la libertad?

—Porque lo digo yo.

Kevin se inclinó para enjuagarse la boca.

—¿Qué pasa? ¿No te convence?

—Claro que no.

—¿Quién soy yo?

—Francisco Franco.

—¿Qué soy?

—Un dictador.

—¿Y quieres más explicaciones? Es lo que hay. ¡Y, ahora, a la cama! Que como te duermas mañana sí que van a llover hostias.

Kevin se pasó la noche dando vueltas en la cama entre sábanas retorcidas y un torrente de pensamientos angustiosos que dejaron paso finalmente a unos sueños igual de desapacibles. «Cuidado con lo que deseas», le había dicho Gonzalo. Cómo deseaba ahora no haber dicho tonterías.

El timbre del despertador lo lanzó de la cama, no fuera que empezaran a lloverle las hostias pronosticadas por el caudillo cuando aún le dolían la cara y el alma con las del día anterior. Retomó el cavilar mientras se vestía. «Porque lo digo yo», vaya motivo de mierda. Ahora se portaba bien, pero ¿a qué precio? Y eso suponiendo que portarse bien consistiera en hacer todo lo que le mandan a uno. ¿Qué coño? ¡Eso no era portarse bien! Eso no era más que convertirse en marioneta de otros por estar cagado de miedo. Tenía que haber otra forma.

Le faltaba ponerse el pantalón cuando cayó en la cuenta. El despertador que lo había hecho saltar de la cama era la alarma del móvil. Salió disparado hacia la cocina, donde sus padres desayunaban.

—¿Qué haces a medio vestir? —dijo el padre. —¡Venga! ¡Se te hace tarde!

—Tarde, pero ¿para qué?

—Para el instituto, ¿para qué va a ser?

—¿Cereales o galletas? —preguntó la madre.

—¿Va con segundas? —contestó Kevin.

—Anda, coge lo que quieras. Yo me voy a trabajar.

Sus amigos lo recibieron con bromas. ¿Qué te ha pasado en el pelo? ¡Vaya trasquilón! También estaban las chicas, y el aula había recuperado su equipamiento y aspecto de siempre. Kevin miró a su derecha y se encontró con un par de preciosos ojos azules.

—¡Andrea!

—Perdona, ¿cómo acabas de llamarme?

Fue así como Kevin descubrió que la sonrisa de su compañera podía ser aún más bonita que sus ojos.

—¿Quieres copiar mi tarea? —le ofreció ella.

Kevin miró el cuaderno abierto que Andrea ponía a su servicio. Miró luego a Gonzalo Sierra, que se liberaba de su chaqueta dispuesto a comenzar la clase. ¿Qué era lo peor que podía hacerle Gonzalo por no tener una tarea hecha?

El profesor comenzó repasando las nociones del día anterior. Mientras lo hacía, vio cómo Kevin levantaba la mano.

—¿Qué quieres, Kevin?

—Quiero hacer una pregunta.

—Tú dirás.

—El franquismo…

—Otra vez no, Kevin.

—No, en serio, ¿por qué Franco…?

—Basta. Te he dicho que no sigas.

Gonzalo decidió ignorar los intentos de Kevin por destrozarle la clase mientras continuaba recordando lo explicado el día anterior. Aun así, la mano del chico permanecía levantada. Sería quizás porque se había quitado ese flequillo de delante, pero el caso es que a Gonzalo le pareció percibir en sus ojos un gesto de humildad.

—¿Sí, Kevin?

—¿Dónde termina la libertad?

El profesor arqueó una ceja.

—La libertad termina donde comienza el libertinaje.

Kevin tomó nota en su cuaderno mientras Gonzalo reanudaba el repaso. Al cabo de un rato, el chico volvió a levantar la mano.

—¿Por qué hubo dictadura?

—No es el tema que estamos tratando ahora, pero… ocurrió porque así lo decidieron quienes ganaron la guerra civil.

El chico agarró el bolígrafo y, antes de empezar a escribir, volvió a soltarlo.

—Yo pierdo a veces al fútbol —dijo— y no por eso me tratan como a una mierda.

La mirada del profesor centelleó.

—Con perdón por la palabra —añadió Kevin.

Gonzalo Sierra siguió adelante con la clase. Kevin tomaba notas de vez en cuando, con una expresión abstraída. A quince minutos de finalizar la sesión, el profesor tomó asiento frente al ordenador e inició su ronda de comprobación de los deberes. Cada estudiante fue leyendo los mensajes que había escrito con motivo del Día de la Paz. Cuando llegó su turno, Kevin negó con la cabeza.

—No lo traía hecho, pero he estado improvisando unas cosas.

Sin abandonar su estupor, Gonzalo observó cómo el chico se ponía en pie y caminaba hasta la pizarra con el cuaderno en las manos. Desde allí, leyó en voz alta dirigiéndose a toda la clase.

—¿Y si nunca una guerra? ¿Y si nunca un ganador ni un perdedor? ¿Y si todos hermanos? ¿Y si nunca el terror? ¿Y si solo el amor y la fuerza de las palabras honestas? ¿Y si, de verdad, la civilización?

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