La nueva salió del despacho. Diez minutos debía de haberlos gastado en presentarse y los otros quince, a saber. Se acercó a Silvana como si tuviera la intención de hablarle, pero ella no apartó los ojos del ordenador. Si pretendía que fueran amigas, primero tendría que demostrarle que merecía la pena.
Silvana fracasó en su objetivo de no crearse juicios a priori sobre la nueva en el instante en que la vio sacar del bolso un bocadillo de chorizo como un buque y empezar a devorarlo sobre el teclado del ordenador, al mismo tiempo que abordaba las primeras tareas con cara de saberlo todo. Una incongruencia enteramente inadmisible: zampaba como una cerda y era un palillo de pies a cabeza. En el despacho del jefe estaba ahora Violeta, aunque eso no suponía una novedad. Al salir del despacho, Violeta hizo un gesto y Silvana empezó a ponerse la rebeca tecleando aún unas últimas palabras. De camino al ascensor, se les unieron Berta y Lisi. Ninguna pensó en invitar a la nueva y ni siquiera se tomaron la molestia de incluirla entre sus chismes.
Arrastraban aún algunos restos del ameno alboroto que las había acompañado durante el café cuando desfilaron de vuelta a sus mesas. La nueva las miró con ojos de animal maltratado. Se levantó a la máquina expendedora, hizo caer una palmera de chocolate y no esperó a sentarse para echarle el diente. En ese momento, Silvana decidió que no la invitaría a tomar el café con ellas ni aunque se quedara en la empresa por toda la eternidad.
Mirando Instagram esa noche, a Silvana se le ocurrió buscarla solo por cotillear. Pero entonces se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaba.
—¿Qué es un viernes sin daiquiris?
Silvana la mandó callar poniéndose un dedo en los labios, porque tampoco pensaba invitar a la nueva a la noche de copas del viernes. Violeta, la tormenta con patas. Más allá de los daiquiris, su compañera tenía en mente no volver a casa sin haberse cepillado a algún ingenuo estudiante, diez años menor que ella, que al día siguiente no tendría ni idea de dónde encontrarla si se lo propusiera. Y bien podía permitírselo, porque era muy guapa. No en el sentido de facciones finas, ni exóticas, ni siquiera harmónicas, sino en el sentido de unos ojos azul claro enmarcados por sendos juegos de pestañas negras y espesas que combinaban con cualquier otra facción. Y había que perdonarla, por despendolada y por guapa. Al fin y al cabo, era el producto accidental de un padre alcohólico y una madre que se ganaba la vida haciendo la calle y hasta llevaba encima un taxímetro para el control de las tarifas aunque, con el chaval de ojazos azules que puso su mitad en el embrión de Violeta, había hecho una excepción parando el contador a los quince minutos. La niña salió barata, pero nadie podía decir que había faltado esmero en su creación.
El plan de los viernes no llamó la atención de la nueva, que seguía tecleando con obstinación. Silvana la observó. Su cara no era nada de otro mundo. El pelo era bonito, largo, con reflejos sin duda naturales y con una textura flexible, grácil, que no suele lograrse con artefactos eléctricos. Se lo hubiera perdonado de no ser por el tema de la comida, la voracidad que no dejaba michelines, y aunque Silvana sabía que no era culpa suya, eso no alteraba el hecho de que fuera una injusticia. En estos temas entretenía su pensamiento cuando la nueva desvió la mirada del ordenador.
—Me llamo Silvana Gómez, ¿y tú? —se lanzó.
El rostro anodino de la nueva cobró gracia con un gesto desconcertado.
—Miranda Cruz.
La mesa del café dejó algo de sitio para la nueva en esta ocasión. Todas habían presenciado su imperdonablemente desvergonzada manera de devorar, que si un sándwich de dos pisos, que si una bolsa de patatas, que si una chocolatina…
—La muy zorra —dijo Silvana entre dientes—, lo hace para chulearse, me juego lo que queráis a que luego, en su casa, se mata de hambre.
—Así compensa lo uno con lo otro —reflexionó Lisi—. Pues yo en mi casa desayuno en condiciones, ¡faltaba más!
Todas asintieron enérgicamente y vaciaron en sus cafés unos sobrecitos de sacarina.
—Estoy contigo, «hermana» —dijo Violeta—. Es una chula, aunque eso no hace de ella una criminal.
—Se llama Miranda Cruz —dijo Silvana moviendo el dedo sobre la pantalla de su móvil—. No es el nombre más corriente del mundo. Será fácil encontrarla.
Al principio, le costó reconocerla. Lucía más rellenita en su foto de perfil. Las mejillas eran tersas y rosadas, la piel luminosa. Una perfecta dentadura se asomaba a través de la sonrisa grande. Incluso su bonito pelo ganaba en vigor. Se la veía más guapa, más sana y más feliz.
—¿Y si tiene diabetes? —dijo Berta—. Como mi tía Ramona. La pobre comía y comía, pero no hacía otra cosa más que adelgazar.
Berta. La tímida y cándida Berta. Nadie le llevaba la contraria las raras veces en que se atrevía a abrir la boca por iniciativa propia y únicamente se le plantaban queriendo convencerla de que abandonase al hijoputa de su marido. Berta, con sus canas sin teñir. Berta con sus uñas sin hacer y sus zapatos rancios de cordones.
—Tiene sentido —opinó Violeta—. El cambio es brutal. Hasta parece más joven, y eso que la foto es de hace tan solo unos meses. Debería ir al médico, pobrecita.
—Lo mismo subió una foto antigua —dijo Lisi—. La gente hace esas cosas, ponerse fotos de perfil de cuando eran más jóvenes y más guapos.
Lisi. La insegura y poco agraciada Lisi. Tan desesperada en su búsqueda de aprobación que se mataba a trabajar únicamente por recibir ese elogio del jefe que permitía que su ego saliera a flote. La gente hace esas cosas, decía. Buena estaba ella para hablar de fotos cuando las suyas llevaban más filtros que un protector solar para albinos. Lisi con sus mechas repeinadas. Lisi la súper mamá, la súper esposa, la súper todo.
De vuelta en la oficina, Silvana volvió a quedarse mirando a la nueva. ¿Y qué si tenía diabetes? Era una chula, zampándose aquel dónut delante de ellas. Ya podía irse a la mierda.
Silvana. La pobre y rolliza Silvana. Que nunca había sabido encontrarse la cintura porque usaba, desde allá donde su mente alcanzaba a recordar, tres tallas más de las que por altura le hubieran correspondido según los estándares.
Dos mesas más allá, Violeta y Berta aporreaban sus móviles con los pulgares. «Envíale una solicitud!!!», «Eeeesoooo, mándale solicitud»… Se abrió el despacho del jefe y Violeta bufó de hartazgo soltando el móvil para acudir a la llamada. Pero no fue su nombre el que se oyó esta vez. La nueva se limpió el azúcar del dónut y se se dirigió al despacho.
«Tienes razón, es una CERDA». Violeta volvía a sostener móvil. «Se acaba de limpiar las manos al pantalón —ristra de emojis asqueados—. Mejor no le mandes solicitud».
Miranda regresó a su mesa y se oyó la voz del jefe elogiando su buen trabajo. «Pero esa tía… conoce la oficina en dos días???» Era Lisi esta vez quien aporreaba el móvil con el morro apretado. «Es una puta enchufada, me apuesto lo que queráis».
A Miranda no parecía importarle mucho que la ignorasen. Sus mañanas discurrían cara a cara con el PC, entre paseos a la máquina expendedora o al despacho del jefe. Su presencia se convirtió en habitual, una más al ordenador, igual que los cuadros de las paredes, feos pero soportables, hasta que al cabo de dos meses desapareció dejando en su lugar a «Matilde, la sustituta», una señora bajita de ojos saltones y que, tal como decía y repetía ella misma, ya estaba «pa jubilarse». El jefe asomó la cabeza por la puerta del despacho el tiempo necesario para informar de que Miranda estaba de baja porque tenía cáncer de páncreas.
—No os preocupéis —les dijo la sustituta—, aquí estoy yo para echar una mano hasta que vuelva Miranda.
—Si es que vuelve —soltó Violeta—. El de páncreas es de los peores.
Ahora que Miranda estaba tan mal, ¿qué menos que tener algún detalle con ella? Silvana recaudó el dinero y se ocupó de comprar un ramo de flores con tarjeta. Se presentaron todas en el hospital excepto Berta, que le mandaba un abrazo y mucho ánimo. Ya me contaréis, les había dicho, porque yo con estas cosas es que no puedo, de verdad que no. Y menos mal que no había ido, pensó Silvana, porque aun habiendo transcurrido cinco días desde la operación, Miranda tenía el aspecto de un cadáver. Silvana se preguntó cómo aquel montón de huesos y piel apagada iba a ser capaz de enfrentarse al severo tratamiento.
—Tienes que volver pronto a la oficina —dijo—. Tu sustituta es más pesada que una enchilada en pleno agosto.
Las risas aligeraron el aire denso de la habitación. Al acercar un vaso de agua a los labios resecos de Miranda, Lisi decidió que con esa visita ya había cumplido. Violeta metió el ramo en un jarroncito de cristal. Admiró la frescura exuberante de las rosas, su sano color rosado. Imposible pasar por alto el contraste entre los pétalos impolutos y el deterioro en el cuerpo tendido sobre la cama. Tampoco ella pensaba volver.
Silvana, en cambio, continuó visitándola primero en el hospital y en su casa más adelante. Descubrió que la vida de Miranda distaba de ser ideal. Sus padres vivían lejos y no se llevaban bien con ella. Ni siquiera sabían de la enfermedad. Su novio la había dejado tirada en cuanto comenzó a hacerse palpable el deterioro. Silvana empezó a ocuparse de la compra, de limpiarle la casa y de acompañarla a las sesiones de quimioterapia. Se sentaba en la cama junto a ella, charlaban y reían. Conectaban. Transcurrieron así tres meses en los que ambas se hicieron amigas y en los que Silvana, en secreto, había ido elaborando una presentación de fotos adornadas con frases que ensalzaban a Miranda, a fin de proyectarlo durante un acto de homenaje póstumo.
En la oficina comentaba las miserias de la pobre Miranda. La cosa no pintaba bien. Seguía débil y demacrada, y a veces no tenía ganas de reír. Lisi solía recordar lo inútil que la había visto en el hospital, cómo había tenido que ayudarla a beber un poco de agua, ¿quién iba a esperar que volviera a deslizar un ratón sobre el tapete? Violeta, por su parte, se refería a menudo a su fea imagen, a lo poco que apetecía mirarla tirada en aquella cama del hospital, aspecto al que Silvana añadía la delgadez extrema: era preferible estar gorda que ser un penoso pellejo enfermo. Y cada vez que salía el tema, la sustituta acababa diciendo que era tan solo cuestión de tiempo que Miranda mejorase, y entonces ellas decidían trasladar la conversación al bar de la esquina, donde ponían a parir al novio de Miranda por dejarla y a sus padres por no ir a verla de vez en cuando, con enfermedad o sin ella. Después iban mencionando las virtudes de Miranda, lo bien que se concentraba delante del ordenador, qué pena que ya no tuviera la ocasión de demostrarlo, ese bonito cabello que ya no la adornaba, la piel jugosa que no habían llegado a conocer, la sonrisa llena de vida.
Tantas veces había dicho a las demás que no veía ninguna esperanza y de tal modo se había hecho a la idea de que Miranda ya no aguantaría mucho, que el día en que los médicos anunciaron que el cáncer había remitido Silvana necesitó su tiempo para digerirlo. Pensó que tal vez se trataba un error, que aquello era imposible, ¿por dónde asomaba esa mejoría? Pero los días pasaron y el cambio se fue haciendo cada vez más notable. Miranda recuperaba el color y se iba valiendo mejor por sí misma. Los pronósticos no cesaban de alentarla. Y Silvana decidió que su amiga ya no la necesitaba. Y dejó de hablar de ella.
Había transcurrido un año y medio desde la partida de Miranda cuando el jefe salió un día de su despacho, se plantó ante el personal y se puso a cantar.
—«Tenemos chica nueva en la oficiiina…».
Las chicas sonrieron sin saber por qué. El jefe volvió a cantar agitando su barriga obesa de lado a lado por encima del pantalón del traje. Le saltaban de la boca chispas de saliva disparadas entre una hilera superior y otra inferior de dientes amarronados.
—¿No adivináis o qué? No, si está clarísimo que no os contraté por vuestra agudeza mental.
Soltó una carcajada con más chispas de saliva que se esparcieron por encima de las mesas. Silvana bajó la mirada. Podía ver pequeñas gotas adheridas al teclado de su ordenador. Imaginó una plaga de jefes diminutos correteando sudorosos por su mesa, subiéndose a los bolis, al ratón, al monitor… No pudo apartar de ellas sus ojos ni siquiera cuando el jefe desveló el enigma del que había pretendido ofrecerles una pista con su canción de viejo anuncio de colonia. Miranda regresaba al trabajo.
La noticia pilló por sorpresa a Berta, Violeta y Lisi. Hacía tiempo que no se hablaba de Miranda y las últimas noticias que Silvana les había llevado no eran esperanzadoras. Si alguien las hubiera animado a desenterrarla del olvido, hubieran jurado que estaría muerta. Nadie dijo nada. Antes de volver a su despacho, el jefe miró a Berta y titubeó moviendo los labios sin acertar a decir su nombre.
—¡Tú! —le dijo con un tono que, buscando autoridad, revelaba desconcierto—. Tíñete el pelo, nos da mala imagen.
Y, tras esto, indicó a Violeta que lo siguiera. Berta dejó caer la mirada hasta su propia mesa, poblada de sus propios «microjefes» correteando con enfurecida desaprobación.
—Parece que mi misión ha terminado —dijo Matilde—. Espero que Miranda se encuentre satisfecha con el trabajito que he estado sacando «p’alante» en su ausencia.
Lisi miraba a Silvana con un gesto confuso. Silvana se encogió de hombros y vio cómo Lisi tomaba un trago de agua antes de reanudar su trabajo. La imagen de esas uñas esculpidas sosteniendo el vaso plagado de «microjefes» nadadores que llegaban a sus labios chapoteando en un flujo, entraban a su boca y caían por su garganta, le produjo una arcada lenta y prolongada. Abrió un cajón de su mesa, sacó el desinfectante y lo roció por todos los rincones de su área de trabajo, frotando luego con un paño el portalápices y todo su contenido, el ratón con el tapete, monitor y teclado, la impresora e incluso el taco de pósits azules y los documentos que estaban a la vista, sus propias manos y los antebrazos. Al devolver al cajón el espray, vio arrinconado en el fondo un pen drive envuelto en medio pósit azul que decía: «Homenaje a Miranda».
—¿Es que vais a darle una fiesta de bienvenida?
Los ojos saltones de Matilde se entrecerraban con ternura.
—¿Puedo venir yo también?
—No.
Matilde volvió a su mesa y comenzó a organizar documentos en un archivador mientras canturreaba la melodía del jefe. Silvana tiró el pen drive a la papelera y retomó también su trabajo.
Aquella noche, no pudo dormir. A su mente acudían escenas que la torturaban, en las que Miranda llegaba triunfal a la oficina, sonriendo y zampándose un pastel con cada mano mientras meneaba con brío una vigorosa cabellera y una figura de supermodelo. Se levantó jadeando y al ver en el espejo su propia imagen volvió a experimentar una arcada profunda y lenta. Sentía asco de sí misma por esa gordura de la que no podía escapar y que no la dejaba vivir. Que no le concedía un solo día de paz, en el que no tuviera que sentirse frustrada y pudiera dejar de percibirse a sí misma como una gran inconveniencia. Esa amenaza negra que se cernía sin descanso, recordándole en todo momento, no se le fuera a olvidar, que no debía ser feliz. Ese quiste podrido en el alma que no le permitía ni alegrarse de que Miranda se hubiera curado de una terrible enfermedad.
La llegada de Miranda gozó de un efímero protagonismo, lo suficiente y justo para saludarla, darle la bienvenida y felicitarla por su recuperación. Mientras se ponía al día con el jefe, tuvo lugar un pequeño revuelo en el chat de compañeras. «Pues tampoco era tan guapa», escribió Violeta, «a las guapas les queda bien el pelo corto», «Estoy contigo, “hermana”», pulgares hacia arriba, «Sigue demasiado flaca», «Es muy sosa», «Nada de otro mundo, la verdad»…
—Pobrecilla, todavía se la ve desmejorada, pero ya irá recuperando, ya…
Matilde hablaba sola mientras terminaba de recoger sus objetos personales y fijaba pósits de color naranja en el monitor. Se despidió al terminar, pero nadie le contestó.
La oficina estaba vacía cuando Miranda salió del despacho del jefe. Eran las diez y cuarto, hora del café. Tomó asiento y se dispuso a revisar los documentos y notas que Matilde le había dejado. Había hecho un trabajo esmerado. Era una lástima que no pudiera quedarse. La pantalla del ordenador estaba bordeada por una hilera de pósits naranja con datos e indicaciones, nombres y teléfonos, fechas, «Llamar a Fulana», «Escribir a Mengano», formando un marco chillón que a Miranda no le agradaba. Comenzó a despegarlos y fue colocándolos uno sobre otro procurando establecer un orden de prioridad. Un pósit azul se encontraba adherido al ratón. Miranda lo despegó para colocarlo encima de todos ya que era, sin lugar a dudas, el más urgente: las chicas la esperaban en el café de la esquina.

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