Romero Hortelano saboreaba su soledad por cada rincón de la casa. Se puso un vaso de tinto, canturreando al aire una melodía que se acopló sin esfuerzo a la calma hecha a su medida, esa calma que había deseado durante años y que tanto le había costado lograr. Levantando el vaso, brindó por su jubilación ansiada, por su escapada del ruido mundano, por su casa recién alquilada en un pueblecito apacible, por la promesa de una vejez por delante que se había ganado pasar a su total antojo. Todo en la casa era pequeño, la salita de estar, la cocina y el dormitorio, como pequeñas eran también sus necesidades y menor aun su pretensión. El sencillo mobiliario le sobraba, pues no hay cuerpo que después de haberse entregado a una vida de trabajo precise más comodidades que aquellas que le permitan descansar, y no hay cabeza sensata que habiendo vivido lo suficiente para ver los destrozos que padece este mundo se decante por la vanidad. Como un cura guarda el cáliz, Romero guardó la botella, su primer lujo de dos, sacó cinco trapos de una bolsa de viaje, dos para el verano y tres para el invierno, extendió en el sofá una manta liviana poniendo su atención en el tacto reconfortante del tejido, ejerció desde todas las ventanas el disfrute del segundo lujo, contemplar el verdor ondulante del pasto, y volvió a paladear su nueva vida a cámara lenta. Miró con recelo el mando a distancia que yacía en la mesa baja, eligió un libro de la pila que había ido alimentando a lo largo de meses, se acomodó en el sofá y se echó la manta por encima.
La tarde se fue apagando. Con la llama de sus ojos lectores, Romero iluminó las últimas páginas hasta que la línea final lo catapultó de vuelta al sofá, fuera de una historia apasionante con aventuras que se extinguieron bajo las tapas del libro cerrado dejando latente un sabor a emociones. Se hizo consciente de la oscuridad que tan apaciblemente había tomado la casa y del sonido impertinente del perro de algún vecino. Percibió de nuevo las líneas rectas del mando a distancia, lejanas en la penumbra y en el deseo, y pensó que estaba implícito en su condición de ser humano y en su código moral no quedarse ajeno al mundo, que no se puede huir hasta tales extremos, que incluso la hoja desprendida del árbol caduco se amontona con sus homólogas alrededor del tronco, de manera que agarró el mando y apuntó con él a la caja de ruido, en cuyo interior contempló a sus congéneres matándose unos a otros, egos inflados trepando sobre otros egos, absorbiendo con orgullo los aplausos y los reproches, peleas de gallos por demostrar quién mandaba más que quién, indiferencia al dolor ajeno, repartos desiguales de los bienes que el planeta nos regala, guerras de gritos y guerras de armas y muchedumbres elevando su queja para deshacer las barbaries que hacían otros. Después, mientras se adormilaba al son de un concurso de baile, Romero palpó el mando a distancia y presionó botones haciendo que las voces se volvieran remotas. Dio gracias por aquel día, por el vino, por el libro, por la manta y porque, justo en ese momento, el perro del vecino había dejado por fin de ladrar.
Los primeros rayos perezosos despertaron a Romero con delicadeza. Se incorporó feliz pero magullado. Un sofá no era buena cama para un hombre de su edad. Pospuso un minuto la planificación del día mientras contemplaba el renacer de los montes bajo la luz creciente, recreándose en ese momento en el que era tan dueño de su destino que podía hacer lo que le apeteciera, empezando por un café.
Aquel día, Romero recorrió el pueblo descubriendo sus encantos por cada esquina. Fachadas de piedra, caminos trazados a golpe de pisadas, el limpio telón del silencio bordado por el cantar de las aves y los cencerros del ganado. Con una quietud discreta, celebró una vez más en sus adentros la suerte que tenía y se fue llenando los bolsillos con las castañas que encontraba por el camino. Compró en una venta una hogaza de pan y un cuarto de queso, se presentó cordialmente a cada vecino, pidió que le prestaran una azada e hizo averiguaciones sobre el modo de conseguirse una bicicleta.
Ya en casa, labró el pedazo de tierra cercado en la parte de atrás, imaginando las hortalizas que pronto lo adornarían en rectas coloridas y que harían buena parte de su sustento. Después, se sentó en la cocina y contempló el huerto labrado, ensombrecido bajo las nubes, al tiempo que se deleitaba en cada bocado de queso con pan. Comprobó en el cuartucho de leña que tendría que ir haciéndose con madera para el invierno. Eligió un trozo de haya y se sentó a la puerta de casa, navaja en mano. Sintió refrescar el aire, oscurecerse el cielo, y buscó su anhelado silencio tras los ladridos del perro vecino, que correteaba inquieto calle arriba y calle abajo meneando una mata colgante de pelo mezcla de mil razas diluidas.
Las primeras gotas empujaron a Romero dentro de casa. Posó en la mesa baja la pieza de madera, que ya había tomado forma. Las castañas irían dentro una vez que estuviera acabada. Tomó un pedazo de pan con queso y se envolvió en la manta para emprender la lectura de un nuevo libro bajo el canto arrullador de la lluvia, que acabó por dejarlo dormido.
La noche se cernía desde el horizonte cuando Romero se despertó. La lluvia había cesado. Se sentó buscando una postura que mitigase el dolor muscular, encendió el televisor y se puso a pelar castañas. Refunfuñó algunas frases capaces de arreglar el mundo de no haber sido un don nadie pelando castañas en su sofá, tan fácil como era, pero qué poco se esforzaban, qué poco afán, qué poco interés, qué mucha codicia y qué cara tan dura. Qué pena. Volvieron a escucharse fuera ladridos frenéticos. Romero se acercó a la ventana y divisó la mata de pelo gris y blanco agitándose en la oscuridad. Golpeó el cristal tratando de llamar su atención, pero el perro continuó sumido en su correteo ciego, lanzando potentes ladridos a cada paso. «¿Qué te pasa, chico?», Romero abrió la ventana sin que el animal se percatara de su presencia. «¿Qué te pasa?» repitió presionando un botón del mando a distancia para bajar el volumen de la tele, de manera que su voz se oyera mejor. Y justo en ese momento, los ladridos se acabaron. Romero observó cómo el perro seguía no obstante correteando nervioso. Curiosamente, además, su hocico permanecía abierto y alzado como si siguiera ladrando, e incluso parecía despedir un hálito blanquecino. En medio del susurro nocturno del viento peinando los pastos, Romero creyó escuchar ladridos remotos. «No puede ser» murmuró y, sin embargo, elevó el mando a distancia y apuntó con él a la mata peluda en vigoroso movimiento, percibiendo entonces cómo los ladridos iban aumentando su intensidad. Cambió inmediatamente el botón de subir volumen por el de bajarlo. Los ladridos obedecieron desvaneciéndose poco a poco y Romero corrió hasta el sofá para caerse sentado.
Se quedó varios minutos con la mirada perdida al frente, se dio un cachete, jadeó nervioso, se dio un segundo cachete y volvió a levantarse. A pesar de que la penumbra ya casi tomaba por completo el paisaje, Romero distinguió la forma blanquecina moviéndose veloz y silenciosa de un lado para otro. Alzó de nuevo el mando a distancia y apuntó con él al exterior presionando el botón de pausa. El corazón se le aceleró viendo cómo el animal se quedaba quieto de inmediato en su carrera. Ya no le cabían dudas. Examinó la noche, ¿quién sabía si lo habría visto alguien? A la orden del mando a distancia, el perro recuperó su movimiento desenfrenado. Los ladridos, sin embargo, valía más dejarlos como estaban.
No consiguió pegar ojo en toda la noche. Los primeros claros del día rompieron vivaces detrás de los montes. El perro del vecino ya no estaba. Romero se hizo nuevamente con el mando y apuntó hacia el sol naciente. Fast forward. El sol asomó enseguida, se descubrió del todo y se elevó sobre el horizonte. El susto hizo que el mando se le escapara de las manos. Tan pronto como lo recogió del suelo, apuntó de nuevo al sol. Rewind. Vio entonces cómo el sol descendía velozmente para volver a ocultarse dejando tras él la noche cerrada. Romero secó el sudor de su frente con la manga del jersey, se amasó las mejillas, respiró profundo y pulsó «pausa». A continuación, hizo avanzar la luz del alba hasta que el sol estuvo a punto de asomarse y liberó el día para dejar que siguiera su curso natural. El vecino salió de su casa con un aire pesaroso. «¿Qué te pasa, vecino?», ¿se habría dado cuenta? Pero no. Su perro estaba enfermo. «¡Cómo lo siento! Yo sé algo de animales, quizás te pueda ayudar».
De lejos, no le había parecido tan grande. Romero siguió los pasos de su vecino por el pasillo de la casa, contemplando su enorme espalda, alzada como un monolito. Si se enteraba de que el perro había enfermado por su culpa, ¿quién sabe lo que le haría? Halló al rey del ladrido tumbado junto a la cocina de leña, también él con aire triste. «Ha dejado de ladrar» le explicó el hombretón, «no entiendo qué le pasa». A pesar de que Romero le pidió que saliera para procurarle espacio mientras atendía al animal, el vecino se limitó a retroceder, con la mirada vigilante. Romero tembló. Llevaba el mando en el bolsillo. Debía apuntar al perro y presionar el botón adecuado sin que el vecino lo viera. Pasó un brazo alrededor del cuello peludo, fingiendo ejercer una presión sanadora, pero solo consiguió preocupar más al amo, que se aproximó unos pasos. Romero introdujo su mano en el bolsillo del pantalón, fingiendo buscar medicina mientras rezaba por acertar, sin poder evitar pensar en las consecuencias que le podría traer un error. Falto de valor, pensó en pedir al vecino que le trajera algún objeto. De esa forma, lograría mantenerlo lejos el tiempo necesario para extraer el mando y apuntar con precisión. Se le ocurrió pedir un lápiz, pero no pudo idear la forma de justificar su uso. Decidió entonces que un poco de agua le haría bien al perro. «Luego» contestó el vecino con los ojos entrecerrados, «ya beberá luego». «¿Y una manta? Porque quizás tenga frío». Romero sintió en su nuca el aliento desconfiado del hombre, probablemente a punto de sacarlo de allí por los pelos. Después de calibrar y dudar con las yemas de los dedos, se decidió a apretar. «Ya está» dijo poniéndose en pie, preparado para salir huyendo en el caso de haber provocado una catástrofe.
Por unos momentos, el perro no mostró señales que indicaran alteración. Pero, al cabo de un rato, comenzó a producir una especie de ronroneo que poco a poco fue transformándose en ladrido. Se levantó y empezó a corretear enérgicamente por toda la casa, ladrando alrededor de los dos hombres cuyos semblantes festejaban la feliz recuperación.
Con la manta alrededor de los hombros, Romero meditó frente al mando a distancia, posado en la mesa baja. Miró por la ventana su parcela de tierra labrada, miró la botella de vino, miró el queso y miró el pan. Se volvió de nuevo hacia el mando, miró la pila de libros, miró las castañas y miró la talla con el cuchillo, miró el sofá. Se anudó la manta al cuello dejándola colgar sobre la espalda y permitió que los ojos se le inundaran por un momento. Tras ello, se metió en el bolsillo el mando, caminó decidido a la puerta y salió en dirección a un mundo frágil y torpe que necesitaba su ayuda.

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