Parada ante el escaparate, Manuela admiró las dos piezas de raso color marfil: los tirantes finos de la camisola, con sugerente caída en el centro, el pantalón corto y holgado con encajes al final. ¿Por qué, a sus cuarenta y cinco, no había tenido un pijama como aquel? Eres tonta, se dijo, nunca te compras cosas bonitas. ¿Acaso no las mereces? Vio en el cristal su reflejo, las canas de cuatro centímetros, las líneas oscuras cruzando del lagrimal al pómulo. A estas alturas, Manuela, ¿dónde vas ya con el pijama de la Barbie?
El peso de oportunidades perdidas siguió a Manuela hasta su casa.
—¿Habéis cenado? —preguntó a su marido.
Fernando se encogió de hombros en el sofá.
—No había hambre…
Manuela puso a calentar la sopa y sirvió un plato a su hijo Gabriel. Cuando acabó de cenar, el niño fue a ponerse el pijama.
—¿No hay un poco para mí? —dijo Fernando, acercándose a la olla.
Manuela repartió la sopa y, sentados frente a frente, se pusieron a cenar.
—He visto hoy un pijama…
El esposo continuó comiendo.
—Era muy bonito, ¿sabes? Lencería fina, provocador y elegante a la vez.
Fernando emitió un sonido y siguió metiéndose una cucharada detrás de otra.
—Me da pena no haber tenido nunca un pijama como ese. Estaba pensando que, tal vez, ahora que se acercan las Navidades…
El marido dejó la cuchara y comenzó a reírse. Primero, con voz intermitente y baja. Después, fue subiendo el volumen hasta acabar rompiendo a carcajadas. Gabriel entró en la cocina a darles el beso de buenas noches.
—¿Qué pasa, papá? —dijo con ojos brillantes y sonrisa curiosa—. ¿Por qué te ríes?
Entre risa y risa, Fernando trató de responder.
—Nada. Tu madre… —y siguió riendo.
El pequeño, divertido, sonrió con mayor curiosidad aún.
—Pero ¿qué pasa, papá? ¿De qué te ríes tanto?
Fernando siguió con una risa afónica, su voz ahogada en el sofoco, la cara encendida, las venas hinchadas. Cuando terminó, pudo contestar.
—Nada, hijo, nada. Que tu madre quiere para Reyes un pijama “de dos rombos”.
El niño miró a su madre y creyó ver tristeza en sus ojos. Temía, seguramente, que los Reyes no le trajeran lo que quería. Miró a su padre ahora con un gesto contrariado. No encontraba la gracia del chiste.
El último día de clase antes de Navidad, Gabriel se paró de camino a casa en todas las tiendas buscando el regalo que su mamá deseaba tanto. Vio lindos pijamas de flores, a rayas, de lunares y monocolor, pero no hallaba ninguno del tipo que su madre había pedido. Tenían pijamas con botones y sin ellos, de tejido grueso y otros más livianos, con bordados y volantes, fruncidos y sin fruncir, pero nada de eso era lo que quería mamá. Ya sin esperanza, entró en la última tienda que quedaba por probar.
—Buenas tardes —dijo la encargada desde el mostrador—, ¿en qué puedo ayudarte?
—Buenas tardes —respondió Gabriel—. Estoy buscando un regalo para mi mamá.
—¡Qué niño tan majo! ¿Buscas algo en especial?
—Sí, señora. Un pijama.
—¡Estás en el sitio indicado! Tengo muchos. Ven, que te muestro.
Gabriel, que ya se había cansado de perder el tiempo contemplando pijamas que nada tenían que ver con lo que su madre quería, decidió hablar claro con la vendedora.
—Mi mamá no quiere un pijama cualquiera. Tiene que ser un pijama de rombos.
La mujer se detuvo a pensar un instante.
—Tengo uno —respondió—, aunque no sé yo si será exactamente lo que necesitas.
Sacó de un estante una caja blanca, plana y rectangular que abrió sobre el mostrador. Gabriel contempló boquiabierto el pijama ya extendido. El destino le había guardado para el final aquella grata sorpresa. Su madre iba a alucinar. El pijama que le mostraban no solo estaba cubierto de rombos sino que, además, llevaba por delante un dibujo de Bob Esponja. No se imaginaba otro regalo más perfecto.
La noche de Reyes, Manuela arropó a su hijo.
—Duérmete pronto, cariño, que van a llegar los Reyes Magos.
Mientras esperaba a que el niño se durmiera, llenó una copa de vino y aprovechó para darse un baño como hacía mucho tiempo que no se permitía. Después, colocó los regalos bajo el árbol de Navidad y se fue a dormir. Por la mañana lucía radiante. Tan bien le había sentado ese baño que había dormido mejor que un bebé. Canturreaba preparando el desayuno cuando gritos de alegría se esparcieron por la casa.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Han venido los Reyes!
La familia se arrodilló junto al árbol. El primero en abrir sus regalos fue Gabriel. Uno a uno, fue arrancando con emoción los envoltorios para anunciar a voces cada juguete que había pedido e incluso alguno más. Has sido muy bueno, decía la carta de Sus Majestades; sigue así, Gabriel, lo estás haciendo muy requetebién. Cuando el niño terminó, le tocó el turno al papá. Fascinado con su ordenador portátil de última generación, Fernando abrazó a su mujer y la llenó de besos. Manuela se dispuso entonces a abrir sus regalos. En primer lugar, retiró el embalaje de un robot de cocina.
—¡Qué listos son estos Reyes! —dijo Fernando guiñándole un ojo—. Seguro que con este regalo te ahorrarás un montón de tiempo en la cocina.
Manuela besó a su marido.
—Estoy de acuerdo, cariño. Es un regalo muy práctico.
A continuación, tomó el último regalo que quedaba debajo del árbol, una caja redonda y plana de color rosa delicadamente adornada con una lazada grande. Tiró lentamente del lazo, con una sonrisa anticipatoria de regocijo y satisfacción, celebrando ya el regalo antes de darlo a conocer. Después de levantar la tapa, mostró un bonito pijama de raso color marfil con encaje por los bajos, camisola de tirantes y pantaloncito corto.
—Sí que son listos estos Reyes Magos —dijo a su marido—. Ahora que va a cocinar un robot, podré llevar ropa bonita sin temor a que se ensucie.
En ese momento, Gabriel se levantó y corrió hacia el sofá.
—¡Mira, mamá! ¡Parece que hay algo más!
Levantando un cojín, el pequeño descubrió un último regalo.
—¿Por qué lo habrán dejado aquí? —dijo exagerando el tono—. ¡Mira, mamá! Pone tu nombre, ¡es para ti!
Muy sorprendida, Manuela tomó el regalo que su hijo le ponía en las manos. Miró a su marido y este arqueó las cejas encogiéndose de hombros. Manuela deshizo cuidadosamente el envoltorio. Primero, fue arrancando los pedazos de cinta adhesiva que sujetaban el papel. Después, abrió una caja blanca, rectangular y plana.
—¿Has visto, mamá, qué listos son los Reyes? Te han traído un pijama de rombos, tal y como lo querías. Y, además, ¡con un dibujo de Bob Esponja! Y eso que ni te acordaste de escribirles una carta.
Abrazando con fuerza a su hijo, Manuela se echó a llorar.
—Mamá, no llores…
—Es de la alegría, hijo mío. Nunca en mi vida pensé que tendría un pijama tan precioso como este.
El día transcurrió feliz para Manuela. Puso a funcionar el robot de cocina y jugó con Gabriel y sus nuevos juguetes. Llegada la noche, llenó una copa de vino y, como el día anterior, decidió regalarse un buen baño. Después, se puso el pijama de raso y se asomó al dormitorio, donde su esposo veía la tele tumbado en la cama. Al verla apoyada en la puerta con la fina tela cayendo hermosa sobre sus curvas, Fernando se incorporó con la boca abierta y los ojos a punto de saltar. Entonces, Manuela se retiró. Al cabo de unos minutos, impaciente, Fernando salió en su busca. Miró en el cuarto de baño, en la cocina y en la sala de estar, pero no la encontró. Finalmente, se fue al dormitorio del niño.
—Vamos a ver dibujos animados —dijo Manuela metida en la cama con su pijama de rombos—. No me esperes levantado.
Clarisa de la Vega Gómez

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