Martín conducía su camioneta al cabo de una jornada agotadora, buscando alivio al sudor pegajoso por la ventanilla abierta. Era treinta y uno de julio, musiquita en la radio, su perro de copiloto, vacaciones a la vista. Meneaba la cabeza al ritmo de la melodía, con la camisa desabrochada casi hasta el ombligo, tarareando de mala memoria la mitad de la canción e inventándose el resto sobre la marcha.
—¡Venga, Triski! Canta conmigo. La competencia es blanda, ¡no te saldrá peor que a mí!
Después de volver hacia él su hocico baboso, el mastín apoyó la cabeza en el salpicadero.
—¡Ay, Triski! ¡Qué aburrido te has quedado con los años!
Mientras la mano derecha llevaba el volante, la izquierda jugueteaba oponiendo resistencia al aire.
—¡Mira, Triski! Tengo una pelota en la mano, ¿la ves?
Y se echó a reír.
—No, amigo, yo tampoco la veo. Pero fíjate en mi meñique. ¡Caray! Nunca me había fijado en que tengo el meñique tan corto. ¿No te parece, Triski? Míralo bien, qué lejos quedan las puntas del meñique y el anular, ¿será normal eso?
El perro empezó a ladrar alertando a su dueño. La camioneta pegó un frenazo evitando por los pelos llevarse una moto por delante. Martín se apeó corriendo.
—¿Estás bien, chaval?
El joven que conducía se levantó del suelo y comenzó a sacudirse la indumentaria de cuero.
—No soy ningún chaval —dijo quitándose el casco—. ¿Está loco? ¡Por poco me mata!
—Pero chaval, si fuiste tú el que se me echó delante…
—Porque usted estaba indicando su clara intención de girar a la derecha.
—¿Quién? ¿Yo?
—¡Claro que sí! Estaba colocando el brazo en ángulo recto, así, ¿lo ve? ¿Acaso no lo hacía?
—¡Ah, bueno! Pero no era por eso.
—¿Cómo que no?
—Pues no. Lo hice porque me di cuenta de que tengo demasiado pequeño el dedo meñique.
—¿Me toma el pelo?
—¡Que Dios me libre!
Un coche patrulla se detuvo junto a ellos.
—¿Qué está pasando? —dijo un agente.
—Este chiflado, ¡que casi me mata!
—Pero fue sin querer.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó el agente bajándose del coche.
—Yo venía por allá en mi moto, dispuesto seguir de frente. Él me venía de la derecha pero indicando su clara intención de girar en el desvío, así que crucé, pero él no giró.
—¿Cómo se le ocurre no girar, hombre?
—Bueno, es que no fue así exactamente.
—¿Y cómo, entonces?
—Ocurre que yo no pretendía indicar mi clara intención de girar ni de nada. Lo que pasa es que me di cuenta de que tengo el meñique muy corto.
—¿El meñique?
—Sí, señor, mire, fíjese…
—Contra, lleva usted razón, ¡sí que lo tiene corto! ¿Y en la otra mano también?
—No puedo creerlo, ¿en serio se van a poner a hablar de meñiques?
—No tuve tiempo de comprobarlo porque el chaval se me plantó delante, pero ahora que lo veo resulta que sí, en la derecha también. ¿Será normal?
—No sé yo, muy normal no me parece.
—¿Me toman los dos el pelo? ¡Este señor por poco me mata!
—Hombre, pero él no quería…
—Quisiera o no, hizo la señal. ¡Fue culpa suya!
—Ahora que me fijo, yo también tengo el meñique un poco corto. No tanto como el suyo, pero corto al fin y al cabo. ¿Será una cuestión de genética?
—No sabría decirle. Mis padres fallecieron hace tiempo y jamás mencionaron el tema.
—¿Nunca le llamaron la atención los dedos de ninguno de ellos?
—No me llamaron la atención ni mis propios dedos hasta hoy.
—Ya, claro…
—Pues a decir verdad, ahora que les oigo hablar de rarezas en las manos… Yo nunca lo había notado, pero tengo el dedo corazón un poco retorcido, ¿no les parece? Miren, mírenlo bien.
—¡Cuidado, joven! ¡Está faltando a la autoridad! Le ruego que se relaje.
—Pero si lo digo en serio, fíjese en mi dedo… Es más, ¡fíjese en los dos! ¿No son rarísimos? ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
—Acompáñeme joven, está detenido.
—¡Pero no es justo! ¿Por qué todos pueden tener los dedos raros menos yo?
—Bueno, yo les dejo, que acabo de empezar mis vacaciones. ¡Tranquilo, Triski! ¡Ya voy!

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