Te presto mis gafas

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Tomás se levantó de la silla. Llevaba media hora oyendo las mentiras de un rufián y empezaba a sentir ganas de vomitar. Se ajustó las gafas a la nariz y oteó la extensión del mar de asistentes a quienes tendría que molestar para abrirse paso. Soy flaco, pensó, no hace falta que se aparten mucho para dejarme llegar al término de la fila. Pero, allá por la mitad, se topó con el inconveniente de unas piernas larguísimas.

—¿Me permite, por favor?

El hombre lo miró frunciendo el ceño.

—¿Se marcha ya, con lo interesante que está?

—¿Interesante dice?

—Interesantísimo. De hecho, ¿puede callarse? Porque no me deja oír.

—Pero ¿no ve usted que aquí no se dicen más que mentiras?

—Oiga, caballero, yo no me meto en sus asuntos, así que déjeme a mí con los míos.

—En realidad, sí que se ha… Da igual. ¿Me deja pasar o no?

Un aluvión de aplausos engulló la pregunta de Tomás. Dios mío, se lamentó, ¿cómo pueden estar tan ciegos? Cesando los aplausos, Tomás se quitó las gafas y las arrimó a la cara del desconocido.

—Póngaselas, ya verá.

—¿Qué hace? ¡Quite!

Algunos asistentes empezaron a protestar.

—¡Oiga! ¡Ya está bien! ¡Apártese de ahí!

—No hasta que el caballero… ¿Cómo se llama?

—¿Y a usted qué le importa?

El murmullo de protestas fue creciendo como una onda expansiva.

—¡Dígale cómo se llama y que se largue de una vez!

—Me llamo Fermín. Y, ahora, váyase.

Enrojecido por la vergüenza, Fermín encogió sus largas piernas hasta tocarse las orejas.

—Ya le está dejando paso —dijo alguien—. ¿A qué espera? ¡Fuera de aquí!

—No hasta que Fermín se pruebe mis gafas.

—Oiga, que yo veo perfectamente.

—¿Eso piensa? Póngaselas y ya me dirá.

El rubor en las mejillas de Fermín se volvió más intenso.

—Póngase las malditas gafas —volvieron a instarle—, ¿tanto le cuesta?

—No, si ahora encima la culpa va a ser mía. Ande, traiga para acá. ¿Contento?

Tomás se marchó por fin dejando al otro con las gafas puestas. Qué tipo tan raro, pensó Fermín, se va sin sus gafas. A punto de quitárselas, había devuelto ya su atención al hombre del discurso cuando la apariencia de este le provocó un extraño impacto. La mano de Fermín deshizo su trayectoria hacia las gafas y volvió a posarse en su regazo largo. Percibía en el de la tarima una sonrisa lobuna que no había notado antes. Unos colmillos puntiagudos le asomaban por encima del labio inferior y, sobre estos, a su vez, salía una lengua bífida ondulante. Tampoco se había percatado hasta el momento de cómo al hablar despedía numerosas partículas de saliva que centelleaban sobre el logo del partido desplegado al fondo del escenario. Dos pupilas encendidas flotaban sobre dos iris de un azul tan pálido que no parecía de este mundo. El loco de las gafas tenía razón. Aquel hombre no infundía confianza, y menos aún las palabras que —¿cómo es posible que no lo viera antes?— escupía mezcladas con rabia ensalivada. Pero mira que he estado ciego, se reprochó Fermín, todo esto no es más que una patraña inadmisible.

La gente volvió a protestar cuando Fermín se levantó. Sus pasos largos lo llevaron pronto al extremo de la fila, donde tomó las escaleras indignado para salir corriendo de aquel templo de Satán. Pero tuvo que frenar al ver que el hombre de las gafas se había quedado en otra silla.

—Le doy las gracias por abrirme los ojos. Tenía usted toda la razón.

—Haga el favor de callarse —replicó Tomás—, que no me deja oír.

—Pero ¿usted no se iba?

—Y a usted ¿qué le importa? Métase en lo suyo.

—Pues bien que se empeñó en que yo me diera cuenta.

Una ovación hizo temblar la sala. Tomás se puso de pie y aplaudió con ímpetu. No me lo puedo creer, pensó Fermín. A este pobre se le ha ido la sesera y yo no debo permitirlo.

—¡Tenga! —gritó entre el bullicio—. ¡Se las devuelvo!

—No las quiero —respondió Tomás, batiendo palmas eufórico—. Estoy bien así. Puede quedárselas.

—Solo un momento, por favor.

—¡Quite de ahí! ¡Déjeme en paz!

Se produjo entonces un forcejeo que acabó con las gafas en el suelo, los cristales deshechos en pedacitos por los pisotones de una multitud exaltada.

—¡Mire lo que ha hecho! —protestó Fermín—. Tendremos que ir a por otras.

—No pierda el tiempo, ya no se fabrican.

Esto es una tragedia, se lamentó Fermín. ¿Cómo vamos a discernir ahora la verdad del engaño? Tengo que arreglarlo. Hay que sacar a flote la producción de esas gafas. ¡Hay que alzar la voz contra tipos como ese! Míralo, ya está hablando otra vez el muy…, el muy… Espera un momento; mirándolo bien, quizás no haya para tanto. ¡Venga, hombre! ¿Qué fue lo que me pasó? Fíjate qué elegancia, ¡qué carisma! ¡Qué nobles palabras las suyas! ¡Cuánta razón las sostiene! ¡Qué buen juicio! ¡Qué fundamento!

El aplauso final retumbó en la sala. Hasta tal punto participaron Tomás y Fermín del entusiasmo colectivo que las palmas de las manos les quedaron doloridas, aunque no tanto como para rechazar unos banderines con el logo del partido que ofrecía un joven militante a su paso por entre el público.

—¡Vamos a celebrarlo! —propuso Tomás.

—¡Vaya que si me apunto! —contestó Fermín.

Agarrándose del hombro y agitando banderines con una fusión de aire triunfal y festivalero, los dos navegaron siguiendo la corriente de la muchedumbre que iba abandonando la sala.

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